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Columna
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Todo por los votos

James Stewart interpretó a un senador en dos películas magistrales. En la primera, Caballero sin espada (Frank Capra, 1939), es Jefferson Smith, un ingenuo idealista que llega a senador por el tercio de cabezas de turco, es decir, para llevar adelante la política decidida por otros, pero una vez en el cargo se empeña en luchar contra la corrupción política. En la segunda, El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962), es el no menos idealista Ransom Stoddard que llega a un poblacho de Arizona y se pretende enfrentar al matón local, Valance (Lee Marvin), con los argumentos del diálogo, pese a los sensatos consejos de John Wayne. Marvin acaba retando a Stewart-Stoddard a un duelo. En la oscuridad de la noche suena un disparo que acaba con el malo. La carrera de Stewart-Stoddard sube como la espuma, hasta llegar al Senado, a pesar de que él sabe que quien disparó, oculto entre las sombras, fue Wayne. Entre esos polos se mueve la política gallega.

La normalización lingüística es opuesta por completo y en esencia al 'apartheid' educativo

Todos apostaríamos por políticos decentes y llenos de buenas intenciones ("Las causas perdidas son las únicas por las que vale la pena luchar", sentencia en una ocasión Stewart-Smith) como el que dibujó el optimismo, en esta ocasión teñido de acidez, del emigrante italiano Capra. En el momento cumbre de la película, el senador Stewart-Smith es capaz de realizar un discurso de 24 horas para evitar así que se tome una decisión contraria a los intereses del pueblo llano. Pero estamos mucho más cerca de la triste realidad y la épica ambivalente, de héroes habitualmente perdedores, del emigrante irlandés John Ford. La apoteosis política de Stewart-Stoddard tiene lugar cuando se enfrenta a un resabiado rival que comienza su intervención sacando un papel: "Había escrito este discurso, pero voy a hablar con el corazón", dice más o menos mientras arruga y arroja el papel, que en el siguiente plano vemos que está en blanco.

En Estados Unidos (en el de verdad y no en el del cine) y por la misma época de las ficticias carreras políticas de Stewart, el presidente Andrew Jackson, como recordó hace poco unos de los más lúcidos y brillantes comentaristas de esta casa, Enric González, hizo lo que consideró que tenía que hacer, "acabar con el Segundo Banco de Estados Unidos, una entidad privada, que funcionaba de forma extremadamente corrupta, en connivencia con los grandes hombres de negocios de la Costa Este y con los especuladores bursátiles", a pesar de que conocía las consecuencias: una depresión que duró cinco años, entre otros males no menores. A pesar de ellos, según González, se le considera, uno de los mejores presidentes norteamericanos y fue quien convirtió Estados Unidos en una democracia.

Entiéndanme, no soy lo suficientemente ingenuo (soy periodista) como para tener fe en la limpieza de la lucha política, pero sí lo bastante como para esperar que haya unos límites. Entiendo, por ejemplo, que la megafonía del autobús llamémosle preelectoral del BNG, que tuve acampado cerca del trabajo, barra ufana para casa definiendo a los nacionalistas como "o motor do Goberno da Xunta", pero entra en las promesas de las dietas milagro que proclamen que "nós fixemos posible o imposible". Igualmente, es comprensible que el PSdeG aproveche las ventajas de ocupar al ciento por ciento la representación de la presidencia de Galicia, aunque en sentido estricto le correspondería el 64% de los 38 diputados que la sustentan. Pero no los ninguneos, cuando no el torpedeo, en aquellas ocasiones en las que sus socios intentan conseguir algo en Madrid, para ellos, la Xunta o el conjunto de los ciudadanos gallegos.

Incluso asumo que, si como decía el semiolvidado Nobel de literatura John Galsworthy: "Sólo hay una regla para todos los políticos del mundo: no digas en el poder lo que decías en la oposición", con más razón el PP de Galicia, un ex partido de gobierno en situación de oposición, dé por no sucedidos los peores aspectos de su gestión, reacomode su discurso al nuevo estado de las cosas y haga lo posible por recuperar el favor mayoritario del electorado. Pero no hacernos creer que lo que antes consideraban blanco es ahora negro y además siempre lo fue. La normalización lingüística que el PP gallego emprendió, con tanto consenso como escasos resultados, es opuesta por completo y en esencia al apartheid educativo (dos idiomas, dos itinerarios separados de enseñanza) que proponen aquellos a los que hacen guiños y morisquetas de afecto.

Por mucho que se cambie aquello del bilingüismo armónico por esto del bilingüismo cordial o por la diglosia amable. Y todo por arañar el 0,55% del apoyo electoral de los gallegos. Los 10.110 votos que aquí obtuvo UPyD, el partido de Rosa Díez (que algunos llaman Unión, Progreso y Disciplina) en las pasadas elecciones generales (recalco lo de generales, porque las que están en el punto de mira son autonómicas) y que además está por ver si pescaron en los caladeros del conservadurismo señorito o más bien en los del progresismo jacobino.

Definirse como galeguista y no llegarle a la caña de las botas de las teorías que sostenía hace más de un siglo un conservador regionalista como Alfredo Brañas, si algo tiene de gallego se llama simplemente -otra vez el cine- xandasbolismo.

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