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El arte útil
Columna
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Responsabilidad de la industria

Anatxu Zabalbeascoa

Durante décadas, casi podemos hablar ya de siglos, se ha consensuado la idea de que las clases obreras tenían un gusto vulgar. Pero nunca, en todo ese tiempo en el que los pobres adquirían la versión barata del mobiliario burgués, se habló del causante de ese desatino. Nunca se comentó que la industria, la que hacía posible esa insensatez, había estado siempre en manos de un burgués. Desde que la revolución industrial hizo posible la reproducción de las modas a precios económicos y con materiales baratos, parecía impensable que alguien con pocos medios quisiese decorar su casa de otra manera que con pretensión.

Lo cierto es que ese obrero no tenía opción. No sólo porque su vecino tuviera la casa igual (con cortinajes cegando la luz, tapetes de nailon y flores de plástico), sino porque no existía alternativa para acomodarse en casa. La clave estaba en un círculo vicioso. La industria que fabrica esos enseres, la misma en la que él obtenía dinero para comprar esos muebles, sólo le daba esa posibilidad: sueldo para comprar lo más barato. Y lo más barato resultaba siempre lo más pretencioso.

La responsabilidad de la industria -cultural y social- es algo que en España nunca nos hemos planteado. Tal vez haya llegado el momento de hacerlo. No se pueden prohibir los objetos de mal gusto porque eso es algo subjetivo. Por tanto, la prohibición sólo puede llegar como responsabilidad, o como autocensura. Tal vez un productor de bibelots de porcelana convertido en millonario por las ventas de unas figurillas que desprecia podría preguntarse qué está haciendo con su vida. Aunque su cuenta corriente tenga muchos ceros, llegado un punto tendrá que afrontar que ha dedicado su existencia a hacer dinero con una venda en los ojos. ¿Quién habrá tenido entonces mal gusto? ¿El que muestra la figurilla en su casa o el que la hizo posible?

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