Estereotipos
Leo de una novela que es magnífica y desgarradora. Podría haber sido magnífica a secas, pero el desgarro le añade, no sé, un plus de legitimidad. Quizá su magnificencia se deba a él. En la facultad teníamos una compañera que era bella e inquietante. Lo que poseía de inquietante, lejos de atenuar su hermosura, la multiplicaba. Del diablo se dice que es hermoso y malo. Si fuera malo y feo carecería de interés, como una novela horrible y sedante. De un gran actor español -ya fallecido- se decía que era inteligente y cascarrabias. Leyendo atentamente sus necrológicas -hubo en las redacciones de los periódicos colas para escribirlas- llegaba uno a la conclusión de que su mal carácter era consecuencia de su talento. A veces se crean este tipo de ecuaciones. Lo cierto es que la inteligencia, sin una dosis de perversión, parece que no es inteligencia. De hecho, cuando decimos de alguien que es idiota no solemos añadir que es malo. Pero si lo decimos, la maldad, en vez de aminorar su idiotez, la hace más contundente. En general, preferimos al idiota bondadoso (o sea, al idiota idiota). Estereotipos.
Mis padres, cuando volvían del cine, si la película les había gustado mucho, decían de ella que era buena, pero "muy fuerte". La expresión muy fuerte, ahora, ha perdido sentido, pero en mi infancia, cuando una película era muy fuerte, era muy fuerte, o sea, para mayores de dieciocho. Casi todas las de James Dean, pobre, entraban en esta categoría. Quizá el chico acabó tan mal por hacer películas fuertes. Si aplicáramos esta adjetivación a la crítica gastronómica, de la fabada diríamos que es un plato magnífico y desgarrador. No si me comería un plato magnífico y desgarrador, desde luego no para cenar. En resumen, que no sé si leer la novela magnífica y desgarradora. Además me acaba de llegar otra que es clásica y audaz.
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