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Apuntes
Columna
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La selección natural, una gran idea

No conozco conclusión menos feliz que la reflejada por Thomas Bell en su balance de 1858 como presidente de la Linnean Society de Londres: "El año que ha terminado no se ha distinguido en absoluto por mostrar alguno de esos sorprendentes descubrimientos que de vez en cuando revolucionan, por así decirlo, el departamento de ciencias del que salen". Bell, zoólogo y miembro de la Royal Society, no es recordado por sus magníficas monografías sobre tortugas y crustáceos, sino por esa declaración sobre el año en que se leyeron, en su presencia y bajo su presidencia, las comunicaciones de Darwin y Wallace que, conjuntamente, hicieron pública su idea de evolución por selección natural.

Qué gran idea, quizás la más grande que nunca se haya tenido. Y digo esto porque las grandes ideas suelen ser sencillas y la de la selección natural es de una simpleza seductora. E insisto: las grandes ideas muestran también un gran poder explicativo y la selección natural, asumiendo poquísimo, explica muchísimo: toda la vida y sus consecuencias, y cualquier cosa que muestre poco más que una complejidad mínima.

La selección natural fue bastante más que uno de esos inesperados descubrimientos que revolucionan el departamento científico al que pertenecen; la selección natural revolucionó el universo entero y los ecos de esa revolución siguen resonando con fuerza renovada siglo y medio después. Y más que resonarán a lo largo de 2009 al cumplirse 200 años del nacimiento de Darwin y 150 de la publicación de El origen de las especies, motivo por el cual la Universitat de València, a través de la Càtedra de Divulgació de la Ciència, ha preparado un amplio programa de actividades.

La gran idea ha soportado ataques más diversos y furibundos que cualquier otra teoría científica y, además de resistirlos impávida, se ha fortalecido con ellos. Y en público. Un vistazo a los periódicos del mundo en este septiembre revela que, además de EL PAÍS, han publicado noticias relacionadas con la gran idea The New York Times, The Guardian, The Times, Le Monde, La Stampa, El Universal, El Mercurio, La Vanguardia, Abc, El Mundo... Cinco titulares bastan para saber de estas decenas de noticias: "La Iglesia de Inglaterra pide disculpas a Darwin", "La Iglesia Católica va a mantener un debate sobre Dios y evolución", "Sarah Palin y el creacionismo, otra vez", "El Tribunal Supremo turco prohíbe la página web oficial de Richard Dawkins a petición de un propagandista creacionista", "Crisis en la Royal Society por culpa del creacionismo". A la vista del noticiero, quizás se pueda concluir que lo poco que se necesita para que la gran idea muestre su utilidad tiene que ver con algún supuesto religioso.

Michael Reiss, protagonista de gran parte de esta actualidad, sirve de epítome: biólogo inglés, profesor de didáctica de las ciencias, al que una conferencia le ha costado su puesto de director de educación de la Royal Society. La falta: enriquecer, de forma soberbia y bisoña, la habitual mezcla explosiva de ciencia y religión al añadirle el ingrediente "educación de jóvenes", para detonarla a continuación, ingenua e inadvertidamente, con su propia condición de pastor anglicano. Dice haber sido malinterpretado; quizás tenga razón. Richard Dawkins, siempre atento, declara que tener a un sacerdote a cargo de la educación en la institución científica más prestigiosa de su país es un sketch de Monty Python; quizás también tenga razón. ¿Podemos esperar algún estreno de Tricicle cuando la formación de los médicos se ponga en manos de un arzobispo?

Óscar Barberá, director de l'Escola de Magisteri y miembro de la Comissió Darwin 2009 de la Càtedra de Divulgació de la Ciència de la Universitat de València.

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