Obama, ¿el último cartucho?
Los estadounidenses pueden renovar el 4 de noviembre el maltrecho liderazgo simbólico de su país. La opción demócrata es el único camino para recuperar el capital político y moral que han perdido en estos años
Durante el último siglo, Estados Unidos ha dispuesto en el plano internacional de más capital económico y militar (lo que Joseph Nye llama el poder duro) que ningún otro país. Sin embargo, desde Pierre Bourdieu sabemos que, además del económico, el cultural y el social, existe otro tipo de capital más particular y menos sencillo de cuantificar: el simbólico, el prestigio del que un actor dispone en los distintos campos de la sociedad.
No cabe duda de que la superioridad americana se ha apoyado en una fuerte ventaja en la esfera simbólica: Estados Unidos ha sido un país admirado en el resto del mundo, y en cierta medida, lo sigue siendo. Para adquirir esta ventaja simbólica, ha ejercido, sin duda, su superioridad en los planos económico y militar, pero la fascinación por ese país también se ha desarrollado independientemente de éstos.
Desde 2002 se han desplomado en todo el mundo las opiniones favorables a EE UU
Hasta las excelentes universidades del país están perdiendo capacidad de atracción
La primera potencia mundial ha conseguido seducir a través de su cultura, sus valores y sus políticas. A su vez, este proceso ha reforzado los otros tipos de poder de los que dispone: cuanto mejor se atrae a los demás, menos se tiene que gastar en la política del palo y la zanahoria: es la conocida noción de poder blando. Ha sido en parte el capital simbólico el que, por ejemplo, ha permitido a los americanos atraer a talentos del resto del mundo en el campo de la educación, la investigación o la industria, y reafirmarse así periódicamente como líder en casi todos ellos.
En los últimos años -en particular desde 2001-, Estados Unidos ha conocido una crisis de su poder simbólico. Su política exterior, culminada por la desastrosa decisión de invadir Irak, ha prescindido crecientemente de sus aliados y, en consecuencia, ha sido percibida como menos legítima por parte de éstos. Para el resto del mundo ha resultado cada vez más difícil sentirse atraído por los valores predicados por la primera potencia mundial. La promoción a la carta de la democracia y de los derechos humanos se ha interpretado como una hipocresía: Guantánamo y Abu Ghraib son los ejemplos más conspicuos.
Tampoco el hecho de ignorar temas globales tan importantes como el cambio climático ha contribuido a un mayor aprecio. El poder de atracción del modelo socio-económico americano también ha disminuido de forma acusada, minado por un sistema cada vez menos solidario cuyas fallas quedaron al descubierto durante la desastrosa gestión de las consecuencias del huracán Katrina. La cultura norteamericana sigue atrayendo; pero se encuentra en creciente competencia con otras.
A pesar de la dificultad de cuantificar una noción como la del poder simbólico, existen indicadores que ayudan a medir su descenso. Una indicación (insuficiente para cubrir esta amplia noción) la aportan los sondeos de opinión, que muestran el desplome en casi todo el mundo de las opiniones favorables a Estados Unidos: desde 2002, han pasado del 78% al 37% en Alemania; del 52% al 12% en Turquía; del 75% al 30% en Indonesia. Y no son los únicos.
No sólo entre las poblaciones disminuye el aprecio por Estados Unidos. También Estados y Gobiernos le dan la espalda. Washington encuentra cada vez más dificultades para forjar alianzas incluso entre sus aliados tradicionales. En los 10 últimos años, los países que votan sistemáticamente con Estados Unidos en la Asamblea General de la ONU, de media, han pasado del 77% al 30%.
Otro indicador más específico, pero igualmente relevante, tiene que ver con el estancamiento de las solicitudes en las universidades americanas desde el curso 2002-2003, tras décadas de constante aumento. Los extranjeros representan un 15% menos del total de estudiantes en Estados Unidos que hace seis años. En realidad, esta cifra está inflada por el aumento de estudiantes coreanos e indios, lo que suaviza una caída general aún más significativa (un 27% menos de paquistaníes por ejemplo, y un 37% de indonesios desde 2002). Las universidades americanas son un paradigma perfecto del círculo virtuoso que se establece entre formas materiales y simbólicas de capital. Disponen del prestigio del liderazgo mundial en educación e investigación; por tanto, atraen a los mejores alumnos y profesores. A su vez, la presencia de los mejores docentes y estudiantes del mundo contribuye a reforzar su posición en los rankings mundiales, y a mantenerse en la cima. Con todo, es posible que la decadencia simbólica americana haya comenzado a afectar también a sus universidades.
En el plano económico, la caída del dólar en los mercados de divisas no se puede explicar exclusivamente por causas simbólicas, y hay que recurrir a los graves desequilibrios financieros. Sin embargo, el deterioro de su valor y de su posición sí se encuadra en este marco: la supremacía del dólar respecto a las demás monedas, incuestionable hace pocos años, no sólo se apoyaba en instituciones financieras supuestamente sanas y fuertes, sino también en elementos psicológicos en parte derivados del dominio simbólico americano. A su vez, la potencia del dólar contribuía a reforzar su poder simbólico financiero, y la imagen de Estados Unidos como superpotencia. Con el deterioro del dólar desde principios de siglo (más de un 60% contra el euro), los estadounidenses han perdido parte de la renta que les aseguraba su moneda. Estos ejemplos demuestran que el poder simbólico no es una mera noción desconectada del mundo real, ni de las demás formas de capital.
¿Es cíclico este fenómeno o se trata de un desmoronamiento imparable? Es probable que el capital simbólico, cemento del liderazgo americano en el siglo XX, encuentre en las próximas elecciones presidenciales la última oportunidad de remozarse; pero sólo tendrá éxito si el país consigue contrarrestar suficientemente la carga simbólica negativa que ha acumulado de los últimos años.
Mientras al resto del mundo todavía le cuesta perdonar la reelección del presidente George W. Bush en 2004, el candidato John McCain aparece, visto desde fuera, como su continuación. El programa electoral del senador de Arizona, reforzado por su propio pasado en el Ejército, insiste en las formas duras de poder, especialmente en lo militar. En el candidato republicano tampoco se perciben elementos suficientes de autocrítica respecto a la política de los últimos años.
Barack Obama, en cambio, enfatiza una serie de calidades y elementos en los que se ha apoyado el poder simbólico americano, y en particular, su capacidad para renovarse. De convertirse en el máximo representante de Estados Unidos, Obama inauguraría una lista larga de novedades: además, por supuesto, de ser el primer presidente de color, sería también el primer hijo de extranjero en convertirse en primer mandatario, y encarnaría un nuevo "sueño americano" global, al alcance hasta del hijo de un ovejero africano. Al haberse criado en parte en un país musulmán, Indonesia (la nación en la que la popularidad de Estados Unidos más ha caído), Obama rompe radicalmente con un presidente saliente que casi no había viajado fuera de su país antes de su elección. Al haber optado de joven por ayudar a desfavorecidos en vez de enriquecerse como abogado de negocios, Obama ofrece al mundo una cara más solidaria de Estados Unidos que la actual. Al haber estado en contra de la guerra de Irak en 2003, Obama corrige el mayor de los muchos errores cometidos por Bush -seguramente el mayor responsable de la pérdida de poder simbólico americano-.
El hecho de que las encuestas muestren que un 80% de los ciudadanos en el resto del mundo prefiere a Obama ante McCain no significa necesariamente que el primero sea mejor; pero sí indica que su elección renovaría el capital simbólico de EE UU antes de que esta erosión sea tal vez irreversible. Lamentablemente, esto no tiene valor de argumento para los muchos ciudadanos americanos que no perciben su propio interés en el hecho de que su país vuelva a ejercer un poder simbólico fuerte en el resto del mundo.
Diego Hidalgo Demeusois es master en Relaciones Internacionales por Sciences Po, París, y master en Sociología por la Universidad de Cambridge.
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