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Columna
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Opacidad

La opacidad es la calidad de lo oscuro y sombrío, de cuanto impide que la luz nos permita distinguir de forma diáfana objetos, personas, actuaciones públicas y privadas o 20 millones de las antiguas y humildes pesetas, que son tanto como unas 120.000 unidades de los actuales euros. El valenciano Vicent Albero i Silla fue ministro y fue opaco y dimitió. Eso era a mediados de la pasada década, cuando salieron a la calle algunos casos de corrupción que amargaron los últimos gobiernos de Felipe González. Eran casos que molestaban en primer lugar a los votantes de izquierda: las ovejas negras a las que se refirió la figura honesta y ejemplar de Ramón Rubial, por entonces presidente del PSOE, en una paternal visita que realizó de la laboriosa Onda. A quienes le rodeábamos nos dio a entender, con la lucidez y la experiencia de un nonagenario de mente clara, que no era conveniente confundir a cuatro maleantes sin convicciones con la ética de los socialistas en su conjunto. Vicent Albero no era un maleante, cometió un error opaco que los votantes no pueden permitirle a político alguno, y dimitió con la inmediatez del rayo. Albero era un técnico metido a político, licenciado en Ciencias Sociales y Ciencias Económicas, gerente de importantes empresas privadas relacionadas con el papel y el textil; sabía de agricultura, como buen valenciano, y se interesó, ya en la Administración, por los consejos nacionales del Agua o los planes hidrológicos nacionales. Tenía Albero una cuenta opaca al fisco en Ibercorp, una entidad envuelta entonces en escándalos financieros, y los 20 millones no aparecían en sus declaraciones de renta. Esa opacidad constituyó su desgracia política y su grandeza humana: hecho público el error que no puede permitírsele a político alguno, se fue a su casa y a su trabajo privado, después de arreglar sus cuentas con la Hacienda pública y sin necesidad de juzgados de Nules, policías judiciales rastreando cuentas bancarias, y otras lindezas que nos sirve la realidad cotidiana.

Y es que los políticos demócratas de cualquier color, cuando cometen deliberadamente o sin deliberar un error, dimiten. Llámense Albero, o llámese ministro principal de un land germano que deja el gobierno porque aceptó una vacaciones pagadas por un empresario, como en el caso del cristianodemócrata Lothar Späth. Aquí -y la memoria nos los debe evocar ahora cuando en los juzgados de Nules hay imputados con cuentas e ingresos opacos, o al menos todavía opacos-, aquí, digo, dimitieron ayer mismo: en 1992 el ministro de Sanidad por su relación con una presunta compraventa irregular de terrenos; en 1994 el digno valenciano Antoni Asunción, ministro del Interior, porque asumió su responsabilidad política en la fuga del esperpéntico Roldán; en 1995 el ministro de Defensa García Vargas, con la misma dignidad que Asunción, por un escándalo de escuchas telefónicas ilegales, y la lista sin ser larga no es exhaustiva. Nadie puede quitarles a los citados el título de ciudadanos ejemplares: entre los ejemplos que dieron estuvo su dimisión; unas dimisiones que hacían que la vida pública fuese un poco más diáfana y menos opaca.

Los políticos imputados en los juzgados de Nules la ensombrecen y degradan; en vez de acudir con la luz, aunque sea de linterna, oscurecen lo que ya de sí es más que opaco con berreos, exabruptos y falta de respeto al opositor que tiene la obligación de preguntar por la opacidad. ¿Pero por qué debería respetar el principal imputado en los juzgados de Nules al izquierdista Francesc Colomer, cuando él y sus estómagos agradecidos no respetan a quienes cumplimos fielmente, y somos la mayoría absoluta de votantes, nuestras obligaciones con la Hacienda pública?

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