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Columna
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El miedo

Un hombre que confiesa sentir miedo es un hombre valiente. Félix Aranbarri, presidente de la gestora que gobierna el Ayuntamiento de Ondarroa, ya dijo en otras ocasiones (cuando amenazaron su vida o destruyeron sus bienes) que tenía mucho miedo, pero volvió a decirlo hace unos días, tras el atentado de ETA contra la comisaría de la Ertzaintza en su pueblo.

La violencia hace de Euskadi uno de esos lugares donde vivir con miedo es un modo de respirar. Hay miedo en las esquinas, en los bolsillos, en las conciencias. Y hay modos muy distintos de relacionarse con él. La cuestión fundamental ante el miedo es de trato, de confianza. Si en algo nos podemos diferenciar los seres humanos es en nuestro modo de relacionarnos con el miedo: algunos huyen de él como conejos pero otros lo miran de frente y aceptan el cuerpo a cuerpo.

Aquí conviven los héroes y los pillos, los valientes y los temerarios, los cobardes, los miedosos y los miedicas

Cuando era rector de la Universidad del País Vasco, el profesor Manuel Montero reveló públicamente, con la misma claridad de Aranbarri, el miedo que sentía. Pues bien, mediante una campaña henchida de vileza, políticos, comentaristas y medios presuntamente alineados con las víctimas del terrorismo hicieron de aquella confesión una caricatura. Los pajarracos que vivían y viven del conflicto vasco se negaron a recordar la reflexión que el propio Montero formuló a continuación: que lo normal, en efecto, es tener miedo, pero que lo decisivo es combatirlo, noquearlo, sentir quizás sus grilletes, pero incapacitarlo para condicionar las conductas personales o para silenciar pronunciamientos necesarios. Las personas que afirman sin pudor que están asustadas han establecido con el miedo una relación íntima, una relación que ni ocultan ni quieren ocultar. Hablan de ella con la misma naturalidad con la que Jesucristo frecuentaba prostitutas: eran otros los que tendrían algo que ocultar.

En Euskadi el terrorismo es responsable de casi un millar de muertos, pero en el plano social ha alumbrado además un paisaje extravagante, un circo de tres pistas, una galería donde conviven los héroes y los pillos, los valientes y los temerarios, los cobardes, los miedosos y los miedicas (porque no es lo mismo ser cobarde, ser miedoso o ser miedica). Y en medio de ese torbellino moral e inmoral están también los que, además de tener miedo, tienen el coraje de decirlo. Félix Aranbarri estaba ya en esa edad en que uno tiene derecho de pedir a la vida que le deje tranquilo. Sin embargo su partido le requiere y él obedece. Hablando en plata: se come el marrón, uno de los marrones más ingratos de la política vasca, y lo hace llevado por la disciplina y, probablemente, el patriotismo.

A los columnistas nos gusta ser (o creernos) independientes, nos gusta ejercer la crítica acerada o la ironía frente a organizaciones, jerarquías y estructuras. Contemplamos con displicencia, hasta con un punto de desprecio, a los militantes de partido, seguros de que bajo su farfolla se esconden ambiciones secretas, pasiones inconfesables o, en el mejor de los casos, una completa mansedumbre intelectual, asumida a cambio de prebendas administrativas o económicas. Pero entre los militantes de partido también hay personas hechas de otra pasta, personas que merecen todo el respeto. Ante el comportamiento de algunos militantes, sean muchos o pocos (más bien pocos), los que nos pasamos la vida pontificando deberíamos, por decencia, enmudecer.

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Es una de las paradojas de la condición humana: los cobardes nunca hablan del miedo, pero es que sobre el miedo, además, los valientes sólo hablan del suyo. Un hombre que confiesa sentir miedo es un hombre valiente.

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