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Columna
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Monjas, teatro y sexo

Asisto en el teatro Alfil de la calle del Pez, situado frente al monasterio de las benedictinas de San Plácido, a la representación de Mundo y final, de la compañía Ron Lalá. Su director, Yayo Cáceres, explica con ritmo de tango que la obra es una metáfora sobre la destrucción del mundo tomada, naturalmente, a cachondeo de Ribadeo, el único municipio del mundo en el que los niños -por exceso de cerebro, claro- nacen riéndose. Música y humor han caracterizado a Ron Lalá desde sus inicios en el café teatro. Los cinco actores -Álvaro Tato, Íñigo Echevarría, Daniel Rovalher Boli, Juan Cañas, Miguel Magdalena Perilla de la Villa- actúan en un escenario desnudo y no abandonan nunca la escena. Y salgo feliz del espectáculo porque me he reído que, junto con comer, dormir, caminar y homenajear a Venus -eso que ya, hasta en misa, la gente, sin concesiones petrarquistas, llama directamente follar-, es una de las gracias cervantinas que tanto ayudan a gozar de buena salud.

¿Por qué el actor no le da sin mediar palabra un puñetazo entre ceja y ceja?

En el comienzo de Mundo y final se anuncia a los espectadores que tendrán que desnudarse durante la obra. No hay que desvelar nunca el desenlace de una obra. Pero, en el caso de Mundo y final, sí diré para tranquilidad de espectadores que puedan sufrir si tienen que desnudarse frente al patio de butacas que saldrán ilesos del espectáculo. También ya de paso diré que, como espectador, sufro bastante cuando un simpático actor, por lo general, abochorna a un cliente -¿qué es un espectador si no un cliente?- haciéndole una preguntita que en ocasiones hasta le hace ruborizarse. Ya sabemos que con estas intervenciones se aviva la emoción en la sala. Pero, puestos a avivar la emoción, ¿por qué el actor, en vez de limitarse a hacer una preguntita al espectador, no le da sin mediar palabra un puñetazo entre ceja y ceja? ¿Puede haber algo más emocionante que partirle una ceja al espectador? Claro que lo hay: dispararle al espectador dos tiros en el estómago tras haber comprobado que está acompañado de un hijo de siete años, la edad, por cierto, que tiene el fantástico actor Luis Jiménez que triunfa en televisión y en teatro. ¿Es imaginable la emoción que puede sentirse en la sala en esos momentos en que la sangre dibuja en el techo una lámina del test de Rorschach?

En una ocasión hablé en una cafetería de Gran Vía con un actor del Cirque du soleil y me dijo que, cuando tenía que sacar a un espectador a escena, lo elegía con tiempo y premeditación. Él sabía muy bien quién iba a ser su víctima. ¿No actúan así los asesinos que eligen en la calle una víctima y luego la abren en canal? He asistido a dos espectáculos del Cirque du soleil y, cuando llegaba el momentito de elección de víctima, me encomendaba a nuestra madre Cibeles, nacida en Frigia -por aquellas fechas todavía no se había fundado Madrid- para que no me tocara la atroz quiniela de acompañar al payaso a la pista.

Al salir de Ron Lalá, que tanto me hizo disfrutar con sus maravillosas parodias de flamenco, el poeta y editor del sello de poesía Hiperión, Jesús Munárriz -que ha publicado el libro Avisos y cautelas, del excelente poeta Francisco Castaño, asistente al Alfil- me dio una sabia lección de arquitectura sobre el monasterio que teníamos enfrente. El monasterio es de dimensiones colosales. Pero, naturalmente, tiene también el inconveniente de cómo se mantienen en pie tantos metros cuadrados. ¿Cuánto dinero hay que invertir en su mantenimiento? Sin duda, mucho. ¿Son las monjas tan adineradas como para poder vivir manteniendo en pie tantos metros cuadrados? Munárriz me lo explicó bien. Las monjas tuvieron una iluminación del infierno -el comercio está asociado con Satanás- y destinaron la parte baja de la fachada que da a la calle del Pez a establecimientos comerciales. Algunos ciudadanos emprendedores debieron alquilar esos locales -desconozco, obviamente, los acuerdos comerciales- y allí siguen ejerciendo su actividad económica. Obviamente, esta fachada del monasterio, con estos establecimientos comerciales, desde un punto de vista estético, las madres benedictinas se la han cargado. Pero pensemos también en los beneficios. Con ese dinero de los supuestos alquileres las monjas han podido comer que, como dice el evangelio apócrifo Panes y peces a la plancha descubierto en Torrelodones, es uno de los requisitos para seguir respirando en este valle de lágrimas.

Para la sacristía de este espléndido monasterio, edificado a principios del siglo XVII y situado entre las calles de San Roque y Pez, a dos pasos de la plaza de Callao, Felipe IV encargó a Velázquez su celebérrimo Cristo crucificado, que inspiró a Unamuno su poemario El Cristo de Velázquez. Este Cristo crucificado podemos verlo hoy con Ron Lalá en el museo del Prado.

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