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Columna
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Queremos tanto a Paul

Hay un cuento de Julio Cortázar -Queremos tanto a Glenda- en el que una pandilla de amigos siente tanta adoración por la actriz británica Glenda Jackson que al ver una película suya bastante horrorosa decide secuestrarla a fin de evitar que cometa en el futuro errores de esa envergadura. Nadie podría inventar semejante pretexto respecto de Paul Newman, muerto hace unos días después de una vida espléndida, porque su sola presencia en la pantalla hacía resucitar incluso las escenas más lamentables, como algunas que rodó para Hitchcock o para Mark Robson, y eso ya desde el principio, con su memorable actuación siendo casi un crío de Billy el Niño en El zurdo, donde un astuto Arthur Penn lo lanzaría sin remedio hacia el estrellato. Es curioso, pero no conozco a nadie, como espectador de cine, que no sienta adoración por un Paul Newman que actuaba como si estuviera siempre en el saloncito de su casa, cuando, si bien se mira, la mayoría de sus películas son de exteriores y así como de mucha acción, salvo cuando interpretaba atormentados personajes de Tennessee Williams (que nunca le sentaron demasiado bien, dicho de paso) o se sometía a la dura disciplina de los billares nocturnos, donde brilló a fuerza de apretar todavía más unas mandíbulas muy resolutivas que tanto hicieron por aquilatar su espléndido mentón de oro.

Fue, de eso no cabe la menor duda, un actor de exteriores. Primero porque lo fiaba casi todo a su juego de caderas, y eso hasta el punto de que su sonrisa burlona parecía siempre la extensión natural de sus movimientos, siempre guiados por un esqueleto de marca y por la seguridad concluyente de quien está persuadido de gustar. Se comportó como un señor en una ciénaga desbordante de tiburones de ocasión, y por eso no hay ni un solo plano suyo en el que no aflore la dignidad íntima del trabajo bien hecho, siempre sobrado, siempre superior al talento de muchas propuestas aceptadas. Daba la impresión de que bastaba con dejarlo suelto delante de la cámara para que todo saliera a la perfección, pero esa espontaneidad está muy trabajada, y Paul Newman tuvo que olvidarse de todos los tics aprendidos en el Actor's Studio para establecer su propia relación con la luz y con la precisa mirada en movimiento de las cámaras. Se ha hablado mucho de sus ojos, azules hasta la exasperación, pero es un mérito que no le corresponde. Si bien se mira, rara vez recurre a ese magnetismo heredado, y tampoco fue muy dado a centrar su actuación a través de la mirada. Tal vez supo desde siempre que el cine es sobre todo movimiento, y en ese recorrido sí se sumergió en jugadas de mucho riesgo.

Casi todos los actores de la época dorada de Hollywood aprendieron algo de su manera de trabajarse el oficio, por no hablar de los que siguieron. En la manera que tiene Robert de Niro de hacer como que mira hacia otro sitio cuando escucha algo que le importa hay mucho de la impostura actoral de Newman, lo mismo que en el uso del movimiento de manos y brazos en Jack Nicholson, sabedor de que carece de las prodigiosas caderas de Paul. Incluso el primer Marlon Brando desplaza hacia los ojos una violencia en ciernes que es deudora de esa especie de claqué perpetuo que ejecutaba Paul Newman como un leopardo que no acaba de estar domesticado. Nunca lo estuvo, es verdad. Y así como el aficionado recuerda el repertorio de miradas en primer plano de Al Pacino, es momento de recordar la enorme energía que desplegó, ante las cámaras y fuera de ellas, un actor que nunca se creyó del todo que de verdad fuera Paul Newman. Lo era.

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