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Entrevista:FERNANDO ARAMBURU | Escritor, autor de 'Los peces de la amargura'

"La literatura no es buen martillo para partir mármol mental"

Después del éxito conseguido con su conmovedor y doloroso libro Los peces de la amargura (Tusquets), que ha alcanzado su tercera edición, Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) reflexiona desde Lippstadt (norte de Renania) sobre el papel del intelectual enfrentado a la violencia política.

Pregunta. "La dictadura y la verdadera literatura sólo pueden cohabitar de una forma: devorándose día y noche una a otra", afirmaba el albanés Ismael Kadaré. Es, en resumen, el eterno debate entre el escritor y la violencia política en su país. ¿Hasta cuándo puede callar el novelista?

Respuesta. Convendría matizar y ser prudentes antes de señalar a nadie con dedo acusatorio. Reconozco la forzosa fragilidad de unos elementos de juicio que no abarcan, por muy aplicados lectores que seamos, sino una parte limitada de cuanto se publica. Y no sólo eso. Me niego a dictarle a un compañero de letras lo que debe escribir y cuándo y cómo en nombre de no sé qué buenas intenciones. Ningún escritor que ejerza su oficio con voluntad artística está obligado a abordar tales y cuales asuntos de su actualidad histórica, por muy dolorosos o dramáticos que estos sean. Lo que duele al dictador, al terrorista y a cualquier género de fanático es que los ciudadanos se expresen con libertad, esto es, que escape al poder de su violencia el uso público del lenguaje. En lo que a mí respecta, el compromiso que en su día adquirí de cariño y solidaridad con las víctimas del terrorismo de ETA Fue una opción política y moral libremente asumida que no tuvo su correlato literario hasta pasados algunos años. ¿Había callado hasta entonces? No. Sólo traté de madurar humana y literariamente para que el mensaje que al final transmití a mis lectores no naciera desvirtuado por causa de la precipitación, la ligereza o la chapuza.

"Detrás de lo que llamamos barbarie hay no poco cálculo y razonamiento"
"Con buenos sentimientos se puede hacer muy mala literatura"
"Para el final de ETA me fío más del tiempo que los los políticos actuales"
"Encima de mi mesa no tengo nigún código moral"
"A los escritores vascos les queda mucho por decir sobre la violencia"

P. Se ha dado el dilema entre el silencio y la complicidad de algunos, y la denuncia o el compromiso en otros. Y ahí tenemos ejemplos claros como los de Pío Baroja, Camilo José Cela, por un lado, y André Malraux, Vaclav Havel o el mismo Günter Grass, por otro. Son diferencias importantes que, sin embargo, no afectan al valor artístico de sus obras. ¿Por qué?

R. El juego es muy simple: estás en peligro, sacrificas parcelas de tu libertad y, a cambio, sobrevives. Quizá la humana no sea una especie particularmente interesante, pero poseemos una naturaleza individual bastante compleja. Al escritor capaz de expresar dicha complejidad yo le concedo un gran valor, aunque en su vida privada sea un granuja. Leo sus obras y a él que lo aguante su padre. Intuyo que las peripecias biográficas influyen más de lo que se piensa en la calidad artística de las obras, pero esto ¿cómo se demuestra? Y, sobre todo, ¿qué beneficio obtenemos con saber que los escritores tuvieron estas o las otras debilidades? Es más evidente que con buenos sentimientos se puede hacer muy mala literatura y con locura y manías y contradicciones, muy buena. Pero, a fin de cuentas, esto tiene una importancia artística menor, por cuanto, una vez terminada la obra, el autor es residuo, peladura, deshecho. ¿O es que la grandeza del Quijote depende de que sepamos quién lo escribió?

P. Decía recientemente que un escritor sometido es una de las criaturas más dignas de lástima que se puede imaginar. ¿Ha habido y hay muchos?

R. Los hay siempre, a todas horas, en unos sitios más que en otros. Dedicarse hoy al ejercicio público del lenguaje en el País Vasco, sobre todo en el ámbito del periodismo, entraña riesgos con frecuencia graves para la salud. Hay, con todo, formas sutiles e incluso agradables de someter a los escritores. Por ejemplo, dándoles cargos políticos, tapándoles la boca con premios y prebendas, recompensando mediante subvenciones su docilidad. Y luego está esa otra forma alentada por la pasión nacionalista, cuando el escritor se pliega a convertirse en emblema. Entonces lo llevan en palmitas, lo adoran, lo preservan de las críticas negativas y, amarrado a la ortodoxia, incapacitado para disentir, lo mantienen inmóvil y vigilado como las hormigas a su reina.

P. ¿Existe un código moral al que debe sujetarse el escritor, al igual que cualquier ciudadano?

R. Encima de mi mesa de trabajo no he visto ninguno. Por muy provechoso para la convivencia que sea un acuerdo sobre las normas de conducta, sentado al escritorio, a solas en un cuarto, uno, la verdad, no tiene mucha necesidad de convivir. Niego, además, que la función primordial de la literatura estribe en el cumplimiento por escrito de un conjunto de reglas morales, artísticas o de cualquier tipo, a menos que se trate de las que uno mismo se imponga. Y aun en tal caso, si queremos llegar a resultados valiosos, más vale practicar de vez en cuando el saludable ejercicio de disentir de uno mismo. Todo esto no quita para que al escritor le corresponda una responsabilidad directa sobre los textos que publica. Nadie ignora que se puede ser injusto y malvado mediante la letra impresa, y hacer en consecuencia daño al prójimo. Por lo demás, no bien pone un pie en la calle, el escritor es un ciudadano afectado por los mismos derechos y obligaciones que el resto de los miembros de la sociedad.

P. Escritores como Sebastián Haffner o Primo Levi mostraron que sólo si se articula el horror se está en condiciones de crear y fortalecer la conciencia crítica que exigen los tiempos. ¿Hasta qué punto su obra Los peces de la amargura puede intervenir en la conciencia de las personas en el País Vasco? ¿Cuál era su intención al escribirla?

R. Mi intención, escriba lo que escriba, y aunque lo haga sobre mariposas o sobre vikingos gays, es suscitar alguna clase de movimiento emocional en la conciencia de quienes me leen y procurarles al mismo tiempo el mayor deleite estético posible. Esto vale también para Los peces de la amargura, libro en que, de manera consciente, intenté llevar al campo del arte narrativo historias, comportamientos y actitudes vinculadas al fenómeno terrorista en el País Vasco. Claro que para intervenir en la conciencia y el gusto de otras personas es indispensable que éstas posean dichos moldes, además de cierta inclinación por la cultura, y yo no estoy seguro de que en la actualidad el País Vasco esté sobradamente abastecido de conciencias. No nos hagamos ilusiones: la literatura no es buen martillo para partir mármol mental, aunque nunca se sabe.

P. ¿Cómo evitar que la gente mire hacia otro lado y piense que la mejor forma de protegerse es estar callado, como afirma el ertzaina y escolta a su profesor amenazado en la película Todos estamos invitados?

R. Los expertos constatan que a raíz del asesinato de Miguel Ángel Blanco se generalizó una corriente de sensibilización de los ciudadanos que no ha cesado y a partir de la cual, además, se han creado mecanismos de difusión eficaces. Y no sólo eficaces, también cargados de humanidad, de confianza en el sistema democrático, sinceros, emotivos, plenos de lucidez y valentía. Creo que se está desde hace tiempo en el buen camino, por más que en sociedades sometidas al terror, como la vasca, es inevitable que algunos sectores de la población procuren protegerse; bien acogiéndose a la indiferencia, a la ignorancia deliberada, al desinterés, bien jaleando al criminal de acuerdo con aquella vieja enseñanza de Lichtenberg según la cual la mosca posada en el matamoscas es la que menos peligro corre de ser aplastada. Esta táctica es frecuente en las poblaciones pequeñas, donde todo el mundo se conoce. Cuelgas en tu balcón una pancarta con un lema afín a la ideología independentista, aunque en el fondo lo desapruebes, y ya tienes el reposo nocturno garantizado.

P. Usted vive en Alemania, en donde sigue siendo duro soportar el peso constante de la culpa colectiva por el pasado nazi. ¿Cómo percibe desde allí ese brote de fascismo e intolerancia que padece Euskadi? ¿Cómo consigue escribir desde Alemania sobre la triste realidad vasca?

R. No vienen mensajeros a caballo a traerme noticias de tierras lejanas. Cada día, antes de las ocho de la mañana ya le he pegado un primer repaso a la prensa española. En tal sentido, Internet neutraliza eficazmente la distancia geográfica. Y después hay otra distancia que uno vence cuando las desgracias que les ocurren o les infieren a sus conciudadanos no le son indiferentes, como es mi caso en relación con las víctimas del terrorismo. Hay quien viviendo en el País Vasco está, en un sentido emocional, más lejos que yo de cuanto ocurre en las calles y plazas de su ciudad.

P. Ha estado en Euskadi este verano. ¿Qué percepción recogió? ¿Tiene solución?

R. Viví de cerca la caída del muro de Berlín, así que no tengo que fatigar en exceso la fantasía para imaginarme el final de la cuadrilla con pasamontañas. Por ahora, sin embargo, me fío más de la labor paciente del tiempo que de la clase política actual.

P. Pero la barbarie no sólo es el tiro en la nuca, también afecta a mucha gente. ¿No lo es también el odio, el insulto, el chantaje, la delación, la mirada huidiza que mina a la sociedad?

R. Pues sí, la barbarie es todo eso; pero, ojo, porque detrás de lo que llamamos barbarie hay no poco cálculo y razonamiento.

P. ¿Por eso dedicó su último libro a la impureza?

R. No creo en la pureza de las razas, de las naciones, de las ortodoxias, de los grupos humanos nacidos de una selección. Recordemos la célebre escena de Chaplin. El personaje llena una maleta con prendas de vestir, la cierra y todo lo que sobresale lo corta con las tijeras. De igual manera, sólo que con seres humanos, pretenden construir algunos su nación.

P. Recientemente afirmaba que "la literatura vasca se ha expresado de manera insuficiente hasta la fecha" ante la lacra de la violencia política, y "con notorios silencios". ¿Los de quiénes?

R. Mi afirmación se basa en el convencimiento de que, de igual manera que los escritores nos hallamos ante una realidad de la que extraemos los asuntos para nuestras creaciones literarias, esa misma realidad está ante nosotros formulándonos determinadas preguntas. Cada uno debe elegir libremente si responderá o no y cómo y cuándo, en las formas propias de su arte, a dichas preguntas. Y en cuanto a la cuestión de la violencia política en el País Vasco, mi impresión personal es que a los escritores de la zona todavía les queda mucho por decir al respecto y que convendría no endilgarles la tarea a generaciones venideras que no dispondrán de la misma información ni de la misma experiencia inmediata que nosotros. Por lo demás, está muy lejos de mis propósitos ejercer de juez literario. Si tuviese algo que objetarle a un compañero de letras, hablaría con él en privado.

P. ¿Nos avergonzaremos algún día de lo que está ocurriendo en el País Vasco, de las consecuencias de esta violencia en una sociedad que se ha derrumbado moralmente?

R. Yo me he avergonzado muchas veces de ser vasco, sobre todo en los años ochenta del siglo pasado, cuando cundía en Europa la patraña de que ETA era el ejército de un pueblo que luchaba heroicamente por su liberación. A veces me tenía que justificar ante alemanes poco o mal informados, que, sin mala fe, me identificaban con acciones criminales por la simple circunstancia de mi procedencia.

P. Dentro de pocos meses cumplirá cincuenta años, al igual que ETA. ¿Tiene la impresión de que su vida, como la de la mayoría de los vascos, ha sido marcada por la existencia de la organización terrorista? ¿Qué sentimiento le produce?

R. No siento ni cansancio ni resignación para continuar aportando mi modesto grano de arena a la convivencia pacífica y la libertad de mis conciudadanos. Y ninguna culpa. ¡Pues sólo faltaba eso! La culpa tiene el rostro del agresor y el de quienes lo secundaron en sus crímenes y le prestaron ayuda, comprensión y argumentos ideológicos.

El novelista donostiarra Fernando Aramburu, en el metro de París.
El novelista donostiarra Fernando Aramburu, en el metro de París.DANIEL MORDZINSKI

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