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Crónica:IDA Y VUELTA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Jerusalén, de paso

Antonio Muñoz Molina

A un lado del Muro de las Lamentaciones había un andamio cubierto con lonas y delante de él, tapando casi por completo la vista, un escenario a medio montar desde el que unas torres de altavoces emitían una música hortera de pachanga rock. Nubes de turistas o de peregrinos armados de cámaras de vídeo y pastoreados por guías que agitaban pequeños banderines sobre las cabezas se mezclaban con devotos judíos afiliados a diversas sectas de máxima ortodoxia y con soldados israelíes que parecían más bien chicos bullangueros de instituto. En el espacio singularmente estrecho del Muro los fieles movían las cabezas murmurando plegarias que hacía inaudibles el tachunda roquero del escenario tan próximo. Justo encima, en la Explanada de las Mezquitas, empezaba a oírse la llamada a la oración de la tarde, mientras el sol poniente hería la cubierta dorada de la mezquita de la Roca. Sobre esa roca el profeta Abraham aplastó la cara de su hijo Isaac cuando se disponía a degollarlo en cumplimiento de un mandato divino cancelado en el último momento. Un poco más allá está la otra roca desde la que el profeta Mahoma o Muhammad subió al cielo, así como algunos pelos de su barba, la huella de uno de sus pies y un rastro del arcángel Gabriel, que le asistió en su ascenso.

Todos los principios morales se resumen en una simple regla práctica: no hacer a los demás lo que no queremos que los demás nos hagan a nosotros

Pero todo está muy apretado en Jerusalén: frente al monte Moriah, donde estuvo el templo de Salomón y ahora están las mezquitas, se ve el monte de los Olivos, desde donde se produjo la ascensión a los cielos de Jesucristo. La ladera del monte de los Olivos está cubierta de tumbas, talladas en la omnipresente caliza blanca de Jerusalén, en la que restalla la luz como en bloques de sal. En el valle estrecho que hay entre el monte de los Olivos y el monte Moriah está previsto que se celebre en su día el Juicio Final. Muchas personas pagan fortunas para ser enterradas en la primera fila de la Resurrección de los Muertos. Cuando resuenen por toda la Tierra las célebres trompetas ellos serán los primeros en salir de las tumbas.

Desde el monte de los Olivos se tiene una vista sobrecogedora de la ciudad antigua de Jerusalén y de las colinas que se extienden hacia la lejanía, que a mí me recuerdan algo los paisajes áridos de la Andalucía interior, de Jaén o Granada: tierra ocre o rojiza, roquedales calizos, olivares plateados y grises, pinares de un verde polvoriento, higueras, granados. En el monte de los Olivos también es posible tomarse una foto de recuerdo montado en burro o en camello, en un camello que tiene una aspereza geológica. Al subirse al camello del negociante marrullero que regenta el mirador el peregrino se transforma jovialmente en turista, pero a los pocos minutos recupera su recogimiento para pasear en fila india por el pequeño huerto de Getsemaní, que está al final de la cuesta empinada que bordea la ladera. El huerto de Getsemaní es un olivar cercado por bardales en el que se intuye algo de la emoción terrenal del relato evangélico. De la teología y las hazañas milagrosas y los vaticinios tremebundos se desciende al drama en tono menor de un hecho muy lejano que resuena sin embargo en nosotros: a la luz de faroles y antorchas un hombre inocente es apresado, en mitad de la noche, entre sombras agigantadas de olivos, y decide que no ofrecerá resistencia.

Como en este viaje estoy leyendo, por pura coincidencia, un libro de Karen Armstrong, La gran transformación, la pasividad de Cristo en Getsemaní ante los que van injustamente a prenderlo me recuerda la de Sócrates cuando elige no huir de Atenas y acata el castigo de beber la cicuta. La gran transformación a la que alude Armstrong es la que sucedió en diversos lugares del mundo aproximadamente entre el año novecientos y el doscientos antes de Cristo. Hombres que no tenían nada que ver entre sí y que vivían en sociedades muy lejanas las unas de las otras llegaron a una conclusión muy parecida, que al cabo de milenios aún ilumina lo mejor de nosotros: los rituales y los sacrificios a dioses inaccesibles no sirven de nada; nuestros semejantes no son sólo los miembros de nuestra tribu, sino también los extranjeros y los desconocidos; nuestro capricho, nuestra ambición, nuestra preciada identidad personal, pueden ser ficciones letales que sólo conducen al sufrimiento; todos los principios morales se resumen en una simple regla práctica: no hacer a los demás lo que no queremos que los demás nos hagan a nosotros. Jeremías en Jerusalén, Confucio en China, Buda en la India, intuyen los mismos principios. En Atenas los grandes trágicos enseñan el valor catártico de la compasión hacia los sufrimientos de los otros. Sócrates, igual que Buda, anima a sus discípulos a distinguir la realidad de las apariencias y a ejercer una soberanía intelectual que no ha de someterse a ningún dogma, a la autoridad de ningún maestro. En Jerusalén, el rabino Hillel, casi coetáneo de Cristo, resume todas las enseñanzas de la Torah en una sola frase: "Lo que es odioso para ti no se lo hagas a tus semejantes".

En el libro de Armstrong las religiones monoteístas revelan un mensaje primitivo de fraternidad y compasión. En Jerusalén se aprietan las unas contra las otras, se superponen, se convierten en indumentarias lúgubres y en liturgias hostiles entre sí, en multitudes apiñadas en barrios de calles muy estrechas en los que a cada paso hay un símbolo o el anuncio de una reliquia o de un hecho milagroso o de un drama decisivo para la salvación de la humanidad. Soldados con armas automáticas y arcos detectores de metales controlan los accesos a la zona del Muro de las Lamentaciones. La peregrinación religiosa es indistinguible del turismo de masas. En la cuesta por la que Jesucristo subió camino del Calvario se suceden las tiendas de souvenirs, y la quincalla turística se mezcla sin reparo con los recordatorios de la Pasión, con los objetos de marroquinería y las láminas reflectantes en las que según desde donde se mire el Cristo crucificado tiene los ojos abiertos en la agonía o ya cerrados en la muerte. Hay coronas de espinas en envoltorios de plástico con certificados de autenticidad en varios idiomas. Hay prácticos kits con botellitas de agua del Jordán, de tierra de la Tierra Santa y de aceite de sus olivos. A la entrada de la capilla del Santo Sepulcro un panzudo sacerdote ortodoxo va agregando billetes que le entregan peregrinos impacientes al fajo apretado en su mano izquierda, con los ademanes expeditivos de un cobrador de feria. Un poco más allá cámaras digitales de fotografía y de vídeo zumban alrededor de una losa sobre la que la gente se arrodilla, besándola, rozándola con la frente, pasando por ella pañuelos, abriéndose paso a codazos. Me aseguran que sobre esa losa fue lavado y amortajado Jesucristo cuando lo bajaron de la cruz. De vuelta al hotel sigo leyendo a Karen Armstrong. El sectarismo fanático, la irracionalidad, asegura, no son congénitos a las religiones. Imagino que habrá otras ciudades en las que cueste menos olvidarse de su parte aterradora de toxicidad.

La gran transformación: El mundo en la época de Buda, Sócrates, Confucio y Jeremías. El origen de las tradiciones religiosas. Karen Armstrong. Traducción de Ana Herrera Ferrer. Paidós, 2007.

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