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Columna
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De la izquierda al amarillo

En España, como en tantos otros países del Occidente democrático, el número de los medios de comunicación con afinidades políticas más bien hacia la izquierda tiende a cero. El grave peligro de extinción en que se encuentra esta especie resulta de tres factores: el desistimiento de quienes impregnados de ideales impulsaron su nacimiento, la dificultad de transmitir en herencia esos valores a los propios vástagos para que les dieran continuidad y la incapacidad de algunos de esos medios orientados a la izquierda para adaptarse a los cambios sociales. La prensa periódica iba destinada en sus inicios a un pequeño círculo de patricios ilustrados, como un producto de lujo cultural aludido en los versos de Gabriel Celaya. Pero desde finales del siglo XIX la prensa se transformó en un arma cargada de futuro, se implicó en el combate por el cambio social, logró incidir en las capas más numerosas de la población y se convirtió en un resorte decisivo para la activación sindical y la movilización política.

Se hubiera dicho que la alfabetización progresiva proporcionaría a la prensa de orientación izquierdista una ventaja imbatible porque tenía en principio muchos más destinatarios. Sus expectativas de ventas parecían muy superiores a las de las publicaciones con afinidades en la derecha, porque es un hecho de observación general que los privilegiados son escasos y los desfavorecidos muy numerosos. Pero sucede que la querencia de estos últimos por la izquierda ha quedado muchas veces desmentida. Además, con el advenimiento del consumismo, el sostenimiento de la prensa periódica quedó en función de su validez como soporte publicitario. No basta saber el número de copias vendido porque se pondera conforme al perfil de los lectores. La edad, el sexo, la instrucción, los hábitos de consumo y, en definitiva, el poder adquisitivo de los lectores pasó a cobrar la máxima relevancia. De forma que la desigualdad de esos hábitos servía para explicar que la publicidad postergara a la prensa de izquierda. Y las dificultades económicas acarrearon su relevo por la llamada prensa popular la cual, coloreada enseguida de amarillismo, se entregó a los consabidos excesos sensacionalistas en detrimento de la información, a la exaltación de la vulgaridad, a la explotación morbosa del crimen y del sexo, al chantaje y la extorsión, con renuncia a cualquier misión de pedagogía o de compromiso sindical o político.

Perdida la idea de superioridad derivada de la excelencia y el prestigio de la escasez, algunos centran la única pugna del momento presente en rebasar su público originario, reclutado entre los adictos a la prensa de calidad. Piensan haber descubierto el filón de la prensa amarilla, cuyas ventas son diez veces superiores. Les impresiona ese desequilibrio en las preferencias de los lectores que en realidad sólo confirma la ausencia de garantías sobre la mejor retribución de los buenos comportamientos. El periodista Francisco Cerecedo recordaba el argumento tan querido de los anarquistas sobre la superioridad de la basura con el dato de que millones de moscas no podían equivocarse al elegirla, y la escritora Carmen Martín Gaite sostenía que el comportamiento de muchos hombres era como el de las gallinas a las que se les ofrece trigo pero se van a la mierda. Del mismo modo, la cantinela de Luis María Anson sobre el referéndum diario de los lectores que adquieren, conforme a su libre voluntad, el ejemplar de su periódico preferido, arroja unos resultados estadísticos muy desmoralizadores sobre la condición de la ciudadanía. En el caso particular de España, la falta de diarios que enarbolen bandera amarilla lleva aparejada la penosa consecuencia de que el conjunto de la prensa amarillee. Así hay mayor peligro de que se difuminen las pautas de autoexigencia de la prensa de calidad. Se observa una pérdida de la primogenitura sin atender al hecho de que pese a la aceleración tecnológica, el prestigio y la credibilidad de los medios es independiente cuando no está en proporción inversa a la de la amplitud de sus audiencias. De ahí que la prensa escrita, pese a ser el medio con menor difusión, conserve la influencia más decisiva, que condiciona por ejemplo a los periodistas de las redacciones de las emisoras de radio y televisión.

En su espléndido libro El déficit mediático, el profesor Bernardo Díaz Nosty concluye que la convergencia mostrada por los índices macroeconómicos españoles con los de la UE no se manifiesta en los consumos que el público español hace de los medios de comunicación. Señala que en España se lee poco y que las orientaciones en los usos de la radio y la televisión están marcadas más que por el interés en la actualidad por el entretenimiento y la evasión. Por eso el espacio público de debate en el caso español es de tan baja calidad en comparación con otros países más al norte. Mientras, ¿cómo explicar que los intentos racionalizadores de RTVE no hayan interpelado a los otros sistemas de radiotelevisión pública generados por las comunidades autónomas que continúan con toda docilidad el camino de servidumbre a los respectivos gobiernos autonómicos? Eso sí, la mayor competencia entre los canales privados favorecía el cultivo de los gustos más deplorables en busca de un público atiborrado en dosis masivas de cotilleo, morbo e insidias aportadas por testigos de pago sin respeto al honor ni a la imagen de persona o institución alguna. Parece como si debiéramos ir presurosos por la senda que lleva desde la izquierda al amarillismo para no desmerecer ni arruinarnos.

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