Caretas fuera
La CEOE, la organización corporativa de la patronal, pidió la pasada semana "un paréntesis en la economía libre de mercado para atajar la crisis". La frase sería incluso entrañable, viniendo de quien viene, si no fuera por las enormes dosis de cinismo y de impudicia que acumula. Tiene algo de confesión de fracaso, pero tiene mucho de insolencia: coge dinero público y corre. O sea, hemos exigido manos libres para hacer lo que nos diera la gana, lo hemos hecho mal, ahora que venga el Estado y nos salve. Después de años explicándonos la economía de mercado como una segunda naturaleza indisociable de los hombres, que garantiza de modo insuperable la correcta distribución de bienes y servicios, ahora resulta que no había para tanto, y que, cuando conviene a los señores empresarios, esta realidad consustancial a nuestras sociedades puede detenerse por un simple decreto del Consejo de Ministros.
En estos años de fundamentalismo de mercado las regulaciones se han hecho menos eficientes y más simbólicas
En pleno apogeo de la ideología liberalizadora y desregularizadora, injustamente llamada neoliberal, porque el liberalismo es algo mucho más profundo, hemos oído decir que sobraba Estado; que el Estado estropea todo lo que toca; que la introducción de los delirios especulativos de las sociedades de capital riesgo en las empresas no dañaban al sistema porque cuando una ya ha dado todo lo que puede dar de sí desaparece y nace otra; que la orientación de los incentivos a los resultados inmediatos no era grave porque el mercado colocaba cada cual en su sitio; que las burbujas, financiera o inmobiliaria, no debían asustar porque a la larga se producen los reajustes automáticos y pagan quienes tiene que pagar, y así sucesivamente hasta un largo cuento de Jauja. Ahora los que tendrían que pagar llaman al Estado para que les libre de la quema, con el cínico chantaje de que, si no se invierte dinero público para salvarles, las empresas cerrarán en cadena y los efectos de las crisis devastarán la sociedad entera.
Estos días he oído hablar de moralidad. De lo inmoral que es exigir que los beneficios sean siempre privados y que, en cambio, se socialicen las pérdidas. Es ingenuo hablar de moralidad en una sociedad en la que el que gana arrasa con todo y el que pierde se queda sin nada, y además el que gana suficiente cuando pierde tiene capacidad para imponer la modificación o la congelación de las reglas del juego. En las sociedades democráticas vivimos en una aporía permanente entre el principio de igualdad que rige el sistema político y el principio de desigualdad que rige al sistema económico, hacer conllevable este doble juego es la máxima optimización del sistema que se ha conseguido hasta ahora. Aunque en los últimos años, en la medida en que la economía se ha globalizado pero la política sigue sin superar el estadio nacional, el equilibrio se ha decantado mucho del lado de la desigualdad. Los gobiernos son impotentes para gobernar el proceso de globalización. Y llevan tiempo yendo a remolque.
El profesor Stiglitz dice: "este modo de organización económica", que él denomina fundamentalismo de mercado, es insostenible. Stiglitz llega a decir que esta crisis es para el fundamentalismo de mercado lo que la caída del muro de Berlín para el comunismo. No dudo de la insostenibilidad de la que el Premio Nobel habla. Pero, sin embargo, la metáfora sobre el muro de Berlín me parece que genera confusión. Los sistemas de tipo soviético se hundieron y nadie desde dentro hizo nada para salvarlos, porque la gangrena producida por un sistema ineficiente y obturado por todas partes hacía imposible que pudiera seguir andando. Es más, las presiones desde los gobiernos occidentales y los organismos económicos controlados por ellos para acelerar los procesos de transición fueron grandes y tienen su parte de culpa en la deriva hacia el autoritarismo y la delincuencia económica que algunos de estos regímenes han tomado. En cambio, al caer el muro financiero, los propios responsables del desastre han puesto en marcha la operación supervivencia llamando al Estado -como si de una catástrofe natural se tratara- a poner en marcha los mecanismos de rescate.
La moraleja de la crisis parece clara: la economía de mercado necesita ser regulada. Y en estos años de fundamentalismo de mercado las regulaciones se han hecho cada vez menos eficientes y más simbólicas. Los mecanismos automáticos de estabilización del mercado no siempre funcionan. Como todo sistema tiene sus puntos catastróficos. Por tanto, el Estado tiene que recuperar su papel en la gobernabilidad de las economías. A partir de este principio se da por buena una multimillonaria operación rescate en la que el Gobierno de Estados Unidos, es decir, los ciudadanos de aquel país, acabaran pagando una cifra que al final se acercara al valor del PIB español. Pero de cómo sea este rescate dependen muchas cosas. Garantizar depósitos y ayudar a los ciudadanos con sus hipotecas es una cosa, salvar a los irresponsables que han llevado la situación hasta aquí es otra muy distinta. Es como incentivar para que, una vez completada la operación rescate, todo siga igual y el ciclo vuelva a empezar. Hasta que dentro de unos años volvamos a estar en las mismas y los gobiernos sean, de nuevo, solicitados para que intervengan urgentemente. Si ha caído un muro, el futuro no puede ser el mismo. Eso sí, en España Gobierno y oposición sigue impertérritos. El Gobierno, defendiendo el fundamentalismo de mercado con la fe del converso, esperando que la fiebre baje sola, y la oposición repitiendo las mismas recetas de siempre: más liberalización, más desregulación, menos impuestos, menos Estado, como si nada hubiera pasado. Son muy felices.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.