Cambios en palacio
La noticia de la dimisión de Luis Díaz como alcalde de Alicante ha dominado la actualidad ciudadana durante los últimos días. Hasta la entrada en escena de la Volvo Ocean, prácticamente no se ha hablado de otra cosa en la ciudad. El suceso se ha analizado desde todos los ángulos imaginables, buscando sus derivaciones inmediatas y futuras. A la hora de los balances -muy abundantes, como la ocasión reclamaba-, se ha dicho que el estado actual de Alicante es consecuencia del gobierno de Díaz. La afirmación es obvia. Más interesante hubiera sido averiguar hasta qué punto Luis Díaz ha transmitido su carácter a la ciudad. En cualquier caso, los alicantinos eligieron a este hombre como alcalde en cuatro ocasiones, y en cada una de ellas con mayoría absoluta. ¿Se pude pedir una mayor fidelidad?
Al margen de la innegable influencia de Díaz, el Alicante actual es, sobre todo, el que los propios alicantinos han deseado. No le demos más vueltas: el alicantino -la mayoría de los alicantinos- se ha sentido a gusto en la ciudad que se creaba día a día. No le ha preocupado su estado que, en todo caso, ha juzgado aceptable. Es decir, no se ha sentido molesto por la suciedad evidente de las calles, ni por el descuido de los jardines, o los problemas del tráfico. Todo ello le han parecido inconvenientes menores que se compensaban con el crecimiento que vivíamos. La dejadez que algunos hemos visto en el gobierno municipal, no la han percibido como tal la mayor parte de los ciudadanos.
Hay que insistir sobre esto porque, durante los años recientes, se ha extendido la idea de que Alicante era en exclusiva el resultado del gobierno de Díaz y de la falta de oposición. Sin duda, esto es cierto. Pero el alcalde no hubiera actuado a su antojo de no contar con un amplio respaldo de la población. Cuando Díaz despide a Cantallops por no doblegarse el arquitecto a los intereses de los constructores, la ciudad da por buena la decisión. El urbanismo actual de Alicante, los excesos de toda clase que se han cometido, estaban ya contenidos en aquella medida. Sin un plan general que ordenara el crecimiento, Díaz y los promotores han actuado a sus anchas, sin mayor preocupación.
Desde luego, ha habido personas que se han opuesto a estas formas, por no considerarlas apropiadas; su número, por desgracia, siempre ha sido menor que el de quienes apoyaban a Díaz Alperi. Por unas u otras razones, los que se enfrentaban a las decisiones del alcalde han sido siempre una minoría. Si estos grupos hubiesen sido capaces de ponerse de acuerdo, es probable que Díaz se hubiera visto obligado a gobernar de otra manera. Como esto no llegó a producirse en ningún momento, al alcalde le bastó sortear los obstáculos a medida que se presentaban para salir airoso. Díaz -a los hechos me remito- posee unas cualidades innatas para salvar obstáculos.
A Luis Díaz le ha sucedido en la alcaldía Sonia Castedo, como ya conoce el lector. La historia de Castedo que, en unos pocos años, ha pasado del gabinete de prensa municipal a convertirse en la primera alcaldesa de Alicante, merece ser escrita algún día. Por el momento, sin embargo, lo relevante es recordar que Castedo no ha sido elegida por los ciudadanos, sino nombrada por su antecesor. El sentido patrimonial de lo público -una constante en el gobierno de Díaz- se ha mostrado una vez más. Ver cómo se hereda una alcaldía, quizá era una de las pocas cosas que les quedaban por ver a los alicantinos.
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