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La ambición previsible

Madonna convence a sus 'fans' en Sevilla según el guión previsto

Iker Seisdedos

Hubo algo de enternecedor en lo sucedido el martes por la noche durante el concierto de Madonna, la asombrosa cincuentona del cuerpo duro como un bate de béisbol, la madre material, la reina de la provocación y la inagotable generadora de clichés periodísticos que se ha reinventado tanto como para despojar de sentido el verbo en cuestión. Los cerca de 50.000 asistentes (no hubo lleno) al primero de los dos shows de la cantante en España (también su primero en nuestro país en siete años) se portaron tan bien como quien sabe que va a recibir una fiesta sorpresa por su cumpleaños y aún finge asombro.

En efecto, el espectáculo de Madonna, que sigue en vertiginosa forma física, fue casi exactamente sobre el guión previsto y ampliamente difundido en esta era de la sobreinformación. La fiesta del estadio de la Cartuja de Sevilla fue irreprochable a ratos, previsible casi siempre, cuando no, directamente delirante. En vídeos de Internet y notas de prensa detalladas hasta el absurdo, el concierto había quedado destripado mucho antes de que, hacia las 21.50, la cantante de Michigan (EE UU) se dejase envolver por el amor desgañitado de sus fans, una tribu fiel como pocas (hubo acampados a la puerta del estadio desde el lunes a mediodía) y muy unida por unos difusos pero inconfundibles rasgos: ¿Será el gusto por los sombreros? ¿El modo de dividir la carrera de la diva como si hablasen de las épocas de Picasso? ¿O la incomparable capacidad para el play back aprendida de la indiscutible maestra, como volvió a demostrar el martes? Nada de eso. Serán las abundantes historias de superación, como la de Bea, recién llegada de Barcelona sin comer nada en todo el día por los nervios.

La división de las dos horas de espectáculo en cuatro partes (en la tercera, de inspiración "gitana", "un viaje VIP a la Isla Bonita", la cosa alcanzó, precisamente en Sevilla, tintes de delirio). El número de rodilleras y medias de rejilla empleadas en la gira (las mismas, casualmente, 200), o el millón de dólares en cristalitos de las dos gigantescas M que flanqueaban a la diosa. Hasta el repertorio y el modo de atacar las canciones (un Vogue transido del ritmo marcial de 4 minutes, primer sencillo de su último álbum o una Hung up en clave más heavy que disco). Todo se sabía ya.

Y, sin embargo, el público disfrutó de lo lindo, aunque con sus valles, de un show que fue pobre en las referencias ajenas (¿la vieja escuela del rap? ¿el art déco con un toque gangsta?) y se excedió en las propias (¿no era de las que no podían evitar mirar adelante?) Un espectáculo que, por no perderse, no se perdieron desde las gigantes pantallas ni los buenos de la película (Obama, Michael Moore y Bono), ni los malos (McCain, Bin Laden o el hambre).

Nadie exige sorpresas a Madonna a estas alturas, un mes después de su 50 cumpleaños, acaso el más difundido de la historia del pop. Pero también es cierto que, cuando le viene en gana, es capaz de darlas mayúsculas.

Para cuando la diva atacó hacia el final Like a prayer ya estaba claro que éste no es, ni de lejos, su mejor tour (que recala hoy en Valencia), como se ha querido hacer ver sin demasiado éxito. El martes, ni siquiera parecía cundir la idea entre los fans que ni habían nacido cuando la ínclita se sentía como una virgen.

Madonna, con sus bailarines en un momento del concierto, el martes en Sevilla.
Madonna, con sus bailarines en un momento del concierto, el martes en Sevilla.JAVIER BARBANCHO

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Sobre la firma

Iker Seisdedos
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Licenciado en Derecho Económico por la Universidad de Deusto y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS, trabaja en el diario desde 2004, casi siempre vinculado al área cultural. Tras su paso por las secciones El Viajero, Tentaciones y El País Semanal, ha sido redactor jefe de Domingo, Ideas, Cultura y Babelia.

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