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Columna
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Acabáramos

En una especie de autobiografía entrevistada que acaba de salir en Estados Unidos, Woody Allen dice que no cree haber aportado nada significativo al cine. No seré yo quien le desdiga. Precisamente en estos pesados días de agosto, he tenido oportunidad de volver a ver Annie Hall y Manhattan, dos plomos de mucho cuidado que, precisamente, figuran entre lo más aplaudido de su fatigosa filmografía. Hay que ser muy europeo, en el sentido fingido de Henry James, para no tomar a Woody Allen por ese pelmazo que te suelta sus ingeniosidades de segundo de ESO mientras tomas unas copas con los amiguetes. Pésimo guionista, mediocre director, actor empeñado en repetirse siempre a sí mismo, como el mayordomo persuadido de que la constancia en la fidelidad asegura una jubilación sin estrecheces, no se recuerda en el cine del genio neoyorquino ni un solo plano con interés por sí mismo, ni una sola escena resuelta con brillantez de cineasta avezado, ni una sola película donde el talento que se le supone no implore clemencia ante el torrente de ingenio y gracia que lo asfixia.

No se recuerda en el cine del genio neoyorquino ni un solo plano con interés por sí mismo

En realidad, Woody Allen y lo que falazmente representa, es una cosa así como autocomplaciente de la imagen que lo que queda de la izquierda europea se hace de sí misma en la intimidad. A fin de cuentas, un tiburón de los negocios puede azotar en horario laboral y casi sin proponérselo numerosas costas africanas y fantasear a media noche sobre las debilidades propias de la condición humana, centradas por lo común en los picores sexuales, las intermitencias del amor en pareja o la obsesión más o menos fingida por la muerte. Una obsesión, por cierto, bastante alejada de las que se atribuyen a los adolescentes actuales, que tampoco parecen estar especialmente preocupados por lo que los sociólogos antiguos llaman relaciones de pareja ni por los ardores sexuales, que cada vez resuelven con mayor frecuencia recurriendo a los servicios de las profesionales, porque claro, para qué complicarse la vida y fundirse cincuenta euros en copas para ligarse a una chati cuando por la mitad te haces a una brasileña de veinte años que, además, no va a demandar a cambio un anillo de compromiso con una fecha por dentro ni deseará verte más en toda su puta vida.

A Woody Allen lo encumbró cierta crítica europea que de pronto se encontró sin ningún otro Godard que llevarse a la boca, así que primero descubrió los méritos del western, de la mano de secundarios de oficio como Richard Brooks, luego reparó en las virtudes de Lubitsch para denigrarlas y, no se sabe bien a santo de qué, nunca hizo demasiado caso de Billy Wilder, ese pequeño burgués que se atrevía a rodar una comedia tan reaccionaria como El apartamento. Lo curioso del asunto es que esa crítica de vanguardia era una ardua defensora del estilo, quién sabe si más bien del estilismo, algo que no aflora por ningún fotograma en las películas de Allen.

Otro rasgo de sinceridad de Woody consiste en reconocer que ha filmado en Barcelona porque se lo han pagado. Y otro más su un tanto esquinada opinión sobre la capacidad de Javier Bardem como actor, incapaz al parecer desgarrar el vestido de Penélope como mandan los cánones. Qué le vamos a hacer. También por aquí abundan los alardes de sinceridad que sirven de bien poco. Como el de Ximo Puig, al escribir que tiene mucha confianza en el pueblo valenciano. Pues vaya. Mucha, en efecto, habrá de tener para ganar unas elecciones que se pierden desde 1993.

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