Las amistades peligrosas
Es un dicho frecuente y aceptado que quien tiene un amigo tiene un tesoro, adagio que completaron los persas afirmando que quien posee un tesoro suele disponer de muchos amigos. La experiencia personal aconseja andar con tiento en ese mundo de los sentimientos amorfos que se han anudado tibiamente en el colegio, antaño en el servicio militar, en la Universidad o los primeros puestos de trabajo. Nunca estará suficientemente delimitado el campo de los amigos y el de los simples conocidos o compañeros de barra, incluso de oficina. Imagino que, en los tiempos que corren, cada uno se encapsula más en el recinto familiar. Es la primera norma: evitar la ósmosis emocional y pasar las vacaciones alejados de las personas que forman nuestro entorno social. No hablo de la familia, es una pretensión raramente alcanzada, quiero decir, disfrutar del descanso anual también lejos de ella, precisamente.
Traigo aquí experiencias próximas, no inmediatas, porque, a estas edades a las que uno llega, parece caminar por un campo minado sobre el que algún incompetente ha hecho estallar los artefactos. O sea, que la asistencia a funerales se ha convertido en una actividad social intensa y demasiado frecuente.
La experiencia induce a pensar que mucha gente acude a las exequias de los conocidos con la esperanza de que las propias se vean decentemente concurridas. Es una ficción. Sólo los primeros en caer disfrutaron -si de ello tuvieron noticia en otros mundos- del afecto más o menos sincero de quienes abarrotaban las iglesias y estrujaban las doloridas manos de los deudos que despedían el duelo. Debería divulgarse la costumbre del leve abrazo al pariente dolorido, en lugar de expresar el dolor triturándole las falanges de las manos. En esta cogitación funeral mostremos el asombro que producen los funerales donde personas, uniformadas o en civil, transportan una pesada caja de brillante madera, que parece siempre la misma y contiene, en la mayoría de los casos, unos puñados de polvo, ceniza y nada.
El otro día, en vísperas de la diáspora veraniega coincidimos varios de los que vamos quedando en una superviviente tertulia a esa hora antieuropea de las dos y media de la tarde, cuando algunos españoles suelen pensar en el almuerzo. Con el despreocupado y jaranero grupo apenas me vincula el pasado: la niñez -que parece haber transcurrido en una película de Truffaut-, el colegio, el instituto, quizá la guerra, la Universidad y, seguro, la posguerra. Poco más, cada cual, por casualidad, desempeñó una actividad diferente y al parecer próspera. No oculto que ante la presencia de alguno nos asombramos al tenerle prematuramente catalogado entre los que ya aún pululan por este valle de lágrimas, hoy comunidad autónoma.
Contra toda prudencia me vi arrastrado para formar parte de una expedición cuyo fin era almorzar juntos. Juro que hice lo posible por zafarme del compromiso, sin éxito, ante la decisión conminativa de un par de ellos, empeñados en que conociéramos cierto nuevo restaurante que regentaban algunos parientes de la pareja organizadora.
La comida era mala, incluso para un paladar condescendiente como el mío. Lo peor vino al final, cuando en bullicioso referéndum se adoptó la solución de pagar a escote, incluyendo aperitivos, licores y cigarros. El abuso alcohólico me ha vuelto casi abstemio y el instinto de conservación apartado del tabaco hace muchos años. Por un yantar mísero, un sorbo de vino de Rueda y un helado de vainilla me correspondieron 160 euros, como a cada comensal, sin distinciones que hubieran sido consideradas antidemocráticas por los que se atiborraron, ingirieron botellas de marca, licores y se fumaron rollizos habanos.
No me tengo por mezquino, pero estoy averiguando cuáles son sus equipos de fútbol predilectos y algo de sus oscuros pasados como medio para enemistarme con ellos. Conozco cuáles son sus afinidades políticas pero por ese flanco son invulnerables, ganan dinero con quien mande en ese momento.
Es lo que me ha llevado a modificar el refrán, para mi conveniencia: Quien tenga amigos ricos, huya de ellos, al menos antes de la hora del café. Salen extraordinariamente caros y su trato tampoco merece la pena. Como homenaje a los viejos tiempos de vino y rosas, mantengamos a mano una corbata negra. Es lo menos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.