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Reportaje:

Los sabores medievales

El Siglo de Oro, con toda su gloria literaria y sus miserias doctrinales, trazó de manera duradera los perfiles de una cocina en la que la devoción por el cerdo y sus grasas trascendía lo estrictamente culinario para devenir exhibición pública de la limpieza de una sangre que, después de toda la que había llovido por estos pagos, vino en no poder ser sino cristiana.

Si apenas bastó un siglo para enviar al exilio a judíos y musulmanes, otra cosa muy diferente fue hacer desaparecer de las mesas de la Península aquellos sabores y técnicas culinarias que sus habitantes habían compartido durante más de ochocientos años. Como tampoco los olvidaron quienes, forzados por los inicuos decretos de expulsión, hubieron de rehacer sus vidas en otras orillas del Mediterráneo o aun de los Mares del Sur.

De la lectura de los tres libros aquí presentados se desprende una duda no exenta de interés: ¿eran sustancialmente diferentes entre sí las cocinas cristiana, judía y musulmana medievales? o, por el contrario, ¿se trataba de un modelo culinario común, con ligeras variantes en función de la adscripción cultural del comensal? Unos y otros tenían a su disposición los mismos productos animales y vegetales, la mayoría aptos para todos y apenas unos pocos objetables en función del apego de cada cocinero a las normas religiosas de su comunidad.

Hasta finales de la Edad Media los musulmanes fueron los únicos que contaron con lo que hoy llamaríamos una "alta cocina", fruto de la larga tradición árabe que arranca del Bagdad del siglo VIII y alcanza su madurez en los palacios de la Sevilla almohade. Su legado se fija por escrito en tratados como el del murciano Ibn Razín, un compendio que privilegia las recetas andalusíes frente a las de origen oriental, al tiempo que recoge no pocos platos tomados del acervo alimentario de cristianos y judíos.

Cuando, uno o dos siglos después, aparezcan en el área catalana los primeros textos culinarios en lengua romance, éstos darán testimonio de la profunda influencia que ejerce el modelo andalusí en la gastronomía culta cristiana. Y otro tanto podemos decir de la cocina judía, que además comparte con la islámica buena parte de las filias y fobias propias de sus raíces semíticas comunes.

Si la despensa básica era idéntica y existía un modelo de prestigio apreciado unánimemente, ¿cuánto influían en las opciones culinarias de los comensales los respectivos tabús rituales? ¿Tuvieron éstos siempre la opresiva relevancia de los siglos finales de la Edad Media, tiempos de persecuciones religiosas y miedo a la Inquisición? Aún está por construir una respuesta cabal a estos interrogantes, pero algunas de las obras aquí reseñadas constituyen un buen aliciente para perseverar en su resolución.

Un banquete por Sefarad. Cocina y costumbres de los judíos españoles . L. Jacinto García . Recetario de platos sefardíes de Rosa Tovar. Trea. Gijón, 2007. 349 páginas. 30 euros .

Relieves de las mesas acerca de las delicias de la comida y los diferentes platos . Ibn Razín al-Tugibí Traducción de Manuela Marín . Trea. Gijón, 2007. 319 páginas. 25 euros .

La cocina del Cid. Historia de los yantares y banquetes de los caballeros medievales . M. A. Almodóvar . Nowtilus. Madrid, 2007 . 287 páginas. 19,95 euros .

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