Un remedio casero
¿Qué es mejor a cierta edad: insistir en lo sublime conformándonos de una vez con lo que nunca defrauda o, por el contrario, seguir buscando con esa ansia por conocerlo todo que seguramente tiene que ver con la evidencia de que sólo habremos de vivir una vida y, además, tirando a corta? ¿Otra vez el Beethoven de Szell que tanto hace pensar y el Tristán de Carlos Kleiber que tan exhausto deja el ánimo? O, por el contrario, ¿no será mejor escuchar por fin esa canción de Dimitri Mitropoulos que es lo único interesante de un disco con cosas más trilladas y que lleva meses esperando en el montón? ¿O tal vez los cinco tomos del Eton Choirbook que, cada vez que los vemos ahí al lado, intonsos, nos hacen pensar que gracias a ellos colmaremos esa lagunilla que todavía nos aflige? Graves dudas, como se ve, las del pobre aficionado a quien cada música vieja y nueva le atrae como un imán poderosísimo cuya fuerza, sin embargo, no le obligara a decidirse.
Cada uno tiene sus remedios para ese trance periódico pero permanente que, en los momentos peores, desemboca en el bloqueo, en una situación de incertidumbre que le lleva a uno a optar finalmente por el silencio, que en el melómano no es recuperación interior sino muestra palpable de impotencia creadora si se me permite la expresión. La experiencia me ha enseñado un remedio que recomiendo sin ambages y con la esperanza de que a algún improbable lector le sirva como a mí me ha servido. Se trata de la inmersión en un bloque compacto pero suficientemente variado de obras de un solo autor y, a ser posible, todas del mismo género. Y si al principio cuesta, tanto da: se persevera y punto. Todo el día, a todas horas y, al fin, el resultado aparece. Nos encontramos con que hemos estudiado decentemente una lección que teníamos olvidada o a la que no dábamos importancia, sabemos mucho más de algo y, de paso, nos hemos curado de la momentánea falta de interés por la música, del abandono -felizmente pasajero- de nuestra inspiración como oyentes, es decir, de nuestra capacidad para completar lo que el autor propone, el intérprete dispone y nosotros recibimos para rematarlo.
¿Qué escuchar en esos casos? Qué sé yo, lo que tengan ustedes a mano, lo que más rabia les dé, eso que tenían sin trabajar por pura desidia o por la pereza que es madre de todos los vicios. Mi experiencia más reciente -la anterior crisis la resolví con las doscientas danzas para piano de Schubert por Michael Endress (Capriccio)- ha sido la de utilizar como medicina para la astenia musical las cincuenta y tantas sonatas de Haydn. Y, para más eficacia, todas en la misma versión, no precisamente canónica de Walter Olbertz (Edel Classics). Es mejor la de John McCabe (Decca) o si la quieren con instrumentos de época la de Christine Schornsheim (Capriccio). Pero con ellos dos hubiera sido demasiado fácil. Al final, uno acaba como después de una de esas borracheras que terminan bien. Ya me contarán.
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