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Columna
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Vuelta a la ciudad

Las huellas que se dejan en el asfalto son menos fugaces que las que se dejan en la arena

Vivir es ver volver, como se sabe, y por eso a partir de cierta edad da lo mismo lo que te muevas o si el camino que sigues va hacia delante o hacia atrás, porque el resultado va a ser siempre un círculo, un espacio acotado en el que uno se encierra con su gente y sus cosas predilectas para tener un lugar propio, un cobijo contra las tormentas del mundo exterior. Eso se nota mucho justo ahora, cuando agosto se acaba, la tinta del verano se seca en el cartón teatral de las postales y la ropa de otoño que se expone en los escaparates nos hace mirarnos de repente los pies y sentirnos tan fuera de lugar como si entráramos a un cónclave de la Conferencia Episcopal con una sotana de flores. Y si se nota es porque regresar a Madrid es, de momento, regresar a una ciudad muy pequeña, hecha exclusivamente de los sitios que cada uno ha transformado en su geografía personal. ¿No les ocurre eso cada septiembre? ¿No tienen la necesidad de recorrer los espacios más familiares para sentirse bien? Juan Urbano sí es de esa clase de personas, y por eso cuando aterrice en Madrid dentro de tres días, primero verá los libros que había dejado sobre su mesa al marcharse y, seguramente, seleccionará el primero que va a leer; luego, pasará por el bar donde desayuna los días laborables y, cuando el calor empiece a enfriarse, irá con su chica bonita a dar un paseo por el centro, le echarán un vistazo a un par de librerías amigas, tomarán algo en una terraza y se sentirán bien, quizá con un punto de melancolía mientras recuerdan sus mañanas de playa y sol, pero también con ganas de arrancarle de nuevo el motor a su vida. Vivir es ver volver las cosas que te importan.

A Juan Urbano le gustan Madrid, su trabajo y sus amigos, y no es una de esas personas que al empezar el curso se sienten morir, se ahogan en cuanto salen del agua y, en algunos casos, sufren profundas depresiones, padecen el síndrome del regreso que es el miedo a la monotonía, tan plana y a la vez tan abismal. Entre sus conocidos, de hecho, hay un par de personas que lo pasan fatal en estas fechas, se ven enredadas en las cuerdas negras de la angustia y sin fuerzas para enfrentarse a once meses de realidad. Algunos de sus compañeros de trabajo han tenido que ir al médico y, en ocasiones, tomar alguna medicina que los serenase: ventajas de esta época en la que casi todo se soluciona con una pastilla y un vaso de agua, lo cual tiene su parte buena y su parte mala, porque quién sabe lo que podría haber pasado si Kafka, por ejemplo, viviese ahora: es posible que hubiera tomado un par de ansiolíticos y en lugar de El proceso hubiese escrito la segunda parte de Siete novias para siete hermanos, o algo así, lo cual sería catastrófico, al menos en opinión de Juan Urbano, que cuando se encuentra abatido prefiere leer y escribir a anestesiarse.

A él, además, le gusta Madrid, y es de esos que siempre la echa un poco de menos incluso aunque esté en un lugar en el que es feliz, y este verano lo ha sido, pero sin dejar de tener la sensación de que el cronómetro estaba parado, porque la vida del veraneante siempre tiene algo de tiempo entre paréntesis, un perfume de artificio y el aire de una simulación en casi todo lo que se hace, y él, como se sabe, es partidario de la felicidad con argumentos y admira menos a los que pueden vivir en una isla que a los que construyen un paraíso entre oficinas y despertadores que suenan a las siete de la mañana.

De forma que la cuenta atrás del verano está acabando, y mientras lava el coche junto a la playa para hacer el viaje de regreso a Madrid, nuestro filósofo de cada jueves no se siente mal, sino contento de venir, darse una vuelta por sus lugares favoritos de la ciudad, esos que son algo así como las afueras de su casa, y a partir del día uno empezar una vez más su vida real. Al fin y al cabo, las huellas que se dejan en el asfalto son menos fugaces que las que se dejan en la arena.

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