¿Cuándo acaba esta película?
Probablemente no sea éste el espacio ni el tono que se espera del tralarí tralará de las revistas de verano (perdonen las molestias) pero, entre las muchas sensaciones que inspiran al columnista, la más poderosa es la de perplejidad, y no quiero reprimir el deseo de compartirla. En estos días en que se exprimió el accidente de avión hasta el punto de inocularnos un miedo a volar que en nada se corresponde con las estadísticas, hubo algo que me causó profunda desazón. Hablo de la manera en que los muertos pasaron a ser patrimonio de las comunidades autónomas.
El obispo de Canarias fue traído a Madrid, como si la fe se distribuyera por autonomías; las comunidades se apresuraron a hacer el registro de los suyos y pagaron esquelas en los periódicos; la diputación de Málaga, por ejemplo, publicó una por los muertos de la provincia; el presidente del gobierno se reunió con el presidente del Cabildo; los reporteros ponían la alcachofa a cualquier político que reclamara su cuota en el duelo e improvisaba unas innecesarias declaraciones. ¿Qué se puede declarar en estos casos salvo si se ostenta algún tipo de responsabilidad esclarecedora? Cuando la cifra de muertos empezó a elevarse, no sentimos (casi puedo utilizar el plural sin equivocarme) un dolor diferenciado por la procedencia de los muertos. Lo que surge en esos momentos es una especie de duelo colectivo. Los muertos son patrimonio de esos seres queridos que ya sólo los disfrutarán en el recuerdo. Pero el deseo de apropiación de los políticos lo trivializa todo y enturbia la solidaridad colectiva.
Algo me causó profunda desazón: la manera en que los muertos pasaron a ser patrimonio de las comunidades autónomas
Leí que un pequeño superviviente de ocho años le preguntaba a un bombero por su padre y por cuándo se acababa la película. No sé si el niño era canario o malagueño. Era sorprendente, fantasioso y tierno, como todos los niños.
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