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Columna
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Chulería electrónica

La telefonista era una mujer con la centralita casi siempre en su domicilio

Todavía hay quien se irrita cuando, al marcar un número de teléfono, le responde una voz impersonal, desprovista de amabilidad e incluso de acento humano. Recuerdo, allá por los años cuarenta del siglo pasado, creo, el mensaje femenino que nos instruía de que a la cifra prevista había que ponerle "un dos delante". Por casualidad, estuve entre los conocedores de su identidad: era la bella telefonista del diario Arriba, que vivía en la calle de Jordán, junto a mi casa.

Aún hoy mucha gente se enoja cuando escucha el sonsonete del contestador automático, la secretaria particular que responde cuando no estamos en casa. "Yo no hablo con una máquina", dicen muy pomposos, lo mismo que los ignorantes y perezosos caciques negros centroafricanos rechazaban el arado, porque iba contra la dignidad humana caminar detrás de unos bueyes. Lo que no querían era trabajar y confiaban en el invento de las pateras, sin saber lo que les esperaba.

Creo, en primer lugar, que es un buen invento, el contestador automático, aunque su futuro esté ligado al de la telefonía convencional, que sustituye el minúsculo y polivalente móvil. Cada vez es mayor el número de personas que viven solas y salen a la calle para hacer recados o dar de comer a los gorriones. Y crece el número de familias que, durante muchas horas, están todos fuera del hogar, los niños en la escuela, los progenitores en el tajo y en trance de una definitiva desaparición del servicio doméstico fijo. En las familias con hijos aún tienen cabida los abuelos sólo en el caso de que estén en condiciones de ocuparse de la prole, y, subsidiariamente, con poca credibilidad, asuman los mensajes telefónicos.

Lo malo del contestador es, precisamente, la llamada sin identificar, el enigma de quien ha colgado por rehusar la intimidad con la máquina. Y nos desazonan, al llegar a casa, esos tres o cuatro timbrazos anónimos que muestran cierto interés, no compartido.

Los primeros contestadores automáticos eran una prolongación de nosotros mismos, y existía la potestad de grabar el mensaje con nuestra propia voz, conocida de la familia y amistades. Mi primer contestador automático -hacia los años setenta- decía, más o menos: "No sé por qué llaman, porque aquí no tenemos teléfono", algo que, al principio, desorientaba y divertía al extraño. Broma escasamente apreciada que cambié a poco.

Ahora, todo se ha simplificado, lo que significa que hemos ido a peor. Telefónica nació norteamericana y pertenece ahora a dueños anónimos para el gran público, insolventes cuando alguien trata de ir contra ellos. Intervienen estados extranjeros, posiblemente, mafias inversoras.

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Después del criticado extenuante e inhumano trabajo en las fábricas textiles, Tabacalera y pocas más, la Telefónica nació como feudo de las tareas femeninas, no en el Consejo de Administración, que para eso vale cualquiera, sino en los cuadros rasos e intermedios. En los pueblos se había consolidado la figura del varón como cartero y era el que, una mañana de cierzo helado, tenía que llevar a la solitaria cabaña un solitario christmas con los besos de la tía Felipa, pero la telefonista, por definición, era una mujer, divinidad tutelar de las pequeñas y medianas comunidades, con la centralita casi siempre en el propio domicilio. Tesorera de los secretos particulares, archivo de intimidades, negocios, penas y contentos. Fuera cual fuese su estado civil, era siempre la señorita a la que reclamar esa conferencia pedida, hacía tres horas, con Gijón o Cartagena, Villagarcía o Alpedrete, como si dependiera de ellas. Las centralitas de las grandes fábricas, bufetes, oficinas, almacenes, hospitales, estuvo siempre en sus manos, y no era trabajo rutinario, sino la sensible vena aorta por donde fluían toda clase de acontecimientos.

Hoy es un misterioso y tentacular emporio una de cuyas primeras medidas ha sido amortizar el personal. Para mal, pues roza el dolo la implantación del robot que concede un número corto de segundos para atender la llamada. Si estamos lejos del aparato, se cortará en el momento de descolgar el micro, aunque hayamos corrido desde la ducha o nos aleja de la cocina con el aceite hirviendo, o de la ventana, a la que nos hemos asomado para ver pasar al gentío.

Es una chulería, una imposición y no han contado con nosotros. Un miserable negocio, porque esa llamada, que no hemos podido responder, ha consumido los segundos establecidos y es cobrada por la compañía. Y tenemos que tragar.

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