_
_
_
_
Reportaje:reportaje | héroes africanos

DEL INFIERNO AL PARAÍSO SOBRE LA TIERRA

La surafricana Alison recorre el mundo contando cómo se ha sobrepuesto a la violación y al bárbaro apuñalamiento que la llevó al borde de la muerte hace 14 años

Alison yacía desnuda y sola en una franja de arena con matorrales al borde del mar. Los intestinos se le habían salido del estómago, después de haber sido apuñalada repetidas veces; la cabeza le colgaba de los hombros y el cuello tenía una raja de oreja a oreja que casi la había decapitado. Antes de pasarla a cuchillo, sus dos atacantes la habían violado, después de llevarla a la fuerza hasta ese lugar desde su piso, a 30 kilómetros, en la tranquila ciudad surafricana de Port Elizabeth, en la costa del océano Índico. "¿Crees que está muerta?", preguntó el más joven de los dos carniceros. "Nadie puede sobrevivir a eso", respondió el otro. Luego se alejaron en coche. Eran alrededor de las dos de la madrugada, y aunque Alison, que entonces tenía 27 años, hubiera podido gritar, en lugar de hacer unos ruidos roncos y como a borbotones desde la inmensa raja de su garganta, no habría habido nadie que la oyera en varios kilómetros a la redonda.

Después de la agresión se sometió a numerosas operaciones de cirugía plástica y todavía tiene una cicatriz visible en el cuello, pero ese yo íntimo que asoma a través de sus ojos está lleno de amor a la vida

Han pasado 14 años y estoy sentado con ella, sonriendo bajo el sol de mediodía, tomando café y pasteles en el porche de su casa de paredes de color lavanda junto a un lago en Wilderness, un lugar exuberante y de belleza majestuosa situado a 300 kilómetros al oeste, por la costa del océano Índico, del sitio en el que fue atacada. Los teólogos cristianos dicen que no hay forma de volver del infierno al cielo. La historia de Alison, hoy madre de dos niños pequeños, nos enseña que, en la tierra, sí la hay.

Enseñar es lo que ha hecho desde entonces. Ha escrito un libro, traducido a varios idiomas, llamado I have life (no con su nombre completo porque prefiere no dar a conocer su apellido), y vive de pronunciar conferencias por todo el mundo, desde Estados Unidos hasta Latinoamérica y desde Europa hasta Australia pasando por Asia, además de su Suráfrica natal. En su libro cuenta que hubo un rato después de la agresión en el que, como entre sueños, sintió que se le iba la vida, y la perspectiva de la muerte le pareció completamente atractiva, hasta que salió del estupor y se obligó a sí misma a luchar para permanecer con vida. "No me daba miedo la muerte. Lo que me asustaba más", escribe, "era la idea de darme por vencida".

A los surafricanos blancos les gusta calificarse -con cierta arrogancia, porque lo mismo puede decirse de todos los africanos- de "supervivientes". Y, aunque tal vez nadie encarne ese espíritu con más dramatismo que Alison, ella atribuye su triunfo sobre la muerte y la aparente y extraordinaria ausencia de cicatrices psicológicas tras su regreso a la vida, sobre todo, a su madre. Criada en un confortable hogar de clase media blanca, de donde pasó a un trabajo corriente de clase media como agente de seguros en la época de la agresión, Alison me dice que su madre le inculcó, desde muy pequeña, "un fuerte sentido de mi propio valor, una imagen de mí misma como alguien único y valioso".

"Sabía que ella me apoyaría hiciera lo que hiciera con mi vida, porque era yo. Mi capacidad de sobrevivir a mi ataque se debió a la fe profunda que tenía en que yo era alguien por quien merecía la pena luchar". Esa misma fortaleza la ayudó a superar el primer horror de la doble violación. "Aparté mi mente de lo que estaba sucediendo y pensé en otras cosas. Pensé: 'Éste es sólo mi cuerpo. No me están tocando'. La base que me habían dado de niña me había enseñado que lo que de verdad valía en mí era mi espíritu, que era sólo mío y estaba fuera de su alcance. Se lo he dicho a muchas víctimas de violaciones: 'Pueden contigo físicamente, pero no pueden con tu yo más íntimo".

Después de la agresión se sometió a numerosas operaciones de cirugía plástica y todavía tiene una cicatriz visible en el cuello, pero ese yo íntimo que asoma mientras hablamos a través de sus ojos verdes y su rostro luminoso y vivaz es fresco, inteligente, divertido, cálido, emprendedor y lleno de amor a la vida. Sería una sorpresa que esas cualidades hubieran estado presentes alguna vez en los dos que intentaron asesinarla, dos satanistas confesos (ambos blancos) que tenían 26 y 19 años en el momento del ataque. Y más improbable aún es que esas cualidades estén presentes en ellos hoy, después de haber sido condenados a cadena perpetua, con una recomendación del juez -a la que, hasta ahora, nadie se ha opuesto- de que "se les aparte de la sociedad para el resto de sus vidas naturales". Tampoco es probable que ninguno de ellos hubiera tenido una relación especialmente sana con su madre.

Las 36 puñaladas que le asestaron en el abdomen fueron, casi todas, en la zona del útero, justo encima del hueso púbico, recuerda Alison. "Un psicólogo me dijo después que ése era un indicio de una pésima relación con sus madres", explica, mientras reflexiona sobre el grado de responsabilidad "casi abrumador" que tienen los padres sobre sus hijos, y quizá especialmente las madres sobre los hijos varones (sus dos hijos lo son).

El amor por sí misma que le había imbuido su madre fue lo que le arrastró durante lo que pareció una eternidad, mientras yacía entre la vida y la muerte, con los intestinos salidos y llenos de arena y suciedad, hasta la cuneta de una carretera. Había luna llena, pero, cuando se levantó para ver dónde le convenía tumbarse a esperar que pasara algún coche que la viera y se detuviera, no pudo ver nada. Los músculos desgarrados del cuello no podían impedir que la cabeza se le cayera hacia atrás, sobre los omóplatos, y la piel de las mejillas le tapaba los ojos.

El primer coche no se paró pero el segundo sí, y de él salió su ángel guardián, un joven estudiante de veterinaria llamado Tiaan que no sólo sabía dónde presionar sobre sus heridas para reducir la peligrosa pérdida de sangre sino que la acompañó al hospital en la ambulancia y la animó todo el tiempo a que luchara por su vida. Según cuenta el libro de Alison, el cirujano torácico, un inmigrante búlgaro que la operó durante tres horas, dijo que no podía explicar cómo había sobrevivido, que él era un científico pero aquello "era un verdadero milagro".

Sin embargo, después del juicio Alison cayó en una depresión y tuvo que obligarse a salir de casa. Cuando empezó a hacerlo, se encontró con que a sus amigos les costaba muchísimo comunicarse con ella porque "evidentemente se sentían estúpidos" por contarle sus problemas. "Me sentí diferente, marginada, y me pregunté: '¿Para esto decidí vivir?". Pero entonces pronunció una charla sobre su experiencia en un grupo del Rotary Club y, un día, alguien le preguntó cuánto cobraba. Se sorprendió pero no volvió a pensar en ello hasta que le llamó desde Johanesburgo un agente que le propuso que se dedicara a dar conferencias de manera profesional. El agente pensó que seguramente iba a poder conservar despierto el interés por su historia unos dos años, "pero han pasado más de diez años y aquí sigo, con solicitudes de todo el mundo".

Y muy admirada en su propio país, donde Nelson Mandela ha sido uno de los que le han rendido homenaje. Recuerda con especial orgullo una entrevista que tuvo con él en Ciudad del Cabo, en la que él le dijo que era un ejemplo extraordinario para toda Suráfrica. Se acuerda con particular regocijo de que aquel día llevaba sandalias y él le dijo: "¡Si llevara zapatos, me habría ofrecido a limpiárselos!".

Tal vez Mandela vio algo de sí mismo en ella. Hay un poema que le sostuvo durante sus 27 años de cárcel, que terminaba con estos versos: "Soy dueño de mi destino; soy capitán de mi alma". Son un eco de lo que Alison llama el mensaje central de sus charlas de motivación.

"A quienes me escuchan les digo que no siempre controlamos las cosas que nos suceden, tanto si es un atasco de tráfico como algo mucho peor, pero lo que sí podemos controlar es cómo reaccionamos; y eso depende de nuestra actitud, nuestra fe en nosotros mismos, nuestro deseo de sacar lo mejor posible de lo que las circunstancias nos deparan".

Alison ha contado su historia una y otra vez, pero dice que nunca se cansa de hacerlo. En parte, por un motivo egoísta. "Hablar de lo que me ocurrió sirve como una especie de terapia. Lo suelto y eso me impide pensar en ello en mi vida diaria y me permite seguir adelante con las demás cosas que hago normalmente y relacionarme con la gente sin problemas. Entonces siento que soy libre para volver a ser Alison. Sin embargo, la razón principal por la que lo hago, y por la que se ha convertido en una obligación además de una forma de ganarme la vida, es el efecto positivo que tiene en la gente, en todos los sitios a los que voy".

En algunos casos, esas personas son víctimas como ella, de las que recibe a diario correos electrónicos en los que le dan las gracias por ayudarles a superar sus traumas. "En Suráfrica hubo un hombre que me dijo que su antiguo jardinero le había atacado, le había apuñalado 47 veces y le había dejado por muerto. Me dijo que, mientras luchaba por su vida, pensaba en mí".

Las personas que la escuchan o que han leído su libro y que no han sufrido experiencias en las que su vida ha corrido peligro suelen quedarse con una lección sobre la importancia de ser buenos padres. "A menudo, al final de mis charlas, hay gente que viene a decirme: 'Voy a ir a casa a despertar a mis hijos y decirles que les quiero".

En cuanto a sus dos hijos, Daniel y Matthew, de cuatro años y uno y medio, Alison dice que, cuando llegue el momento adecuado, les contará lo que le sucedió. "Quiero que comprendan y que la historia de su madre les dé fuerza y sabiduría". Lo mejor que podría pasar, dice, es que se hiciera realidad la profecía de una mujer a la que conoció después de una de sus conferencias. "Me dijo que estaba segura de que mis hijos, de mayores, se convertirían en ejemplos para otros hombres".

Si llevara zapatos, me habría ofrecido a limpiárselos", le dijo Nelson Mandela a Alison, a la que abraza en la foto.
Si llevara zapatos, me habría ofrecido a limpiárselos", le dijo Nelson Mandela a Alison, a la que abraza en la foto.JOHN CARLIN
Alison tenía 27 años cuando fue atacada de forma salvaje en Port Elizabeth (Suráfrica). Hoy sonríe junto al océano Índico.
Alison tenía 27 años cuando fue atacada de forma salvaje en Port Elizabeth (Suráfrica). Hoy sonríe junto al océano Índico.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_