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Reportaje:CRÓNICAS DE AMÉRICA LATINA

Muy lejos del 'boom'

Alejandro Zambra

Mi generación fue la última cuya formación literaria fue, fundamentalmente, nacional. Crecimos leyendo a los chilenos, a los chilenos muertos, para ser preciso. En mi casa, como en la mayoría de las casas de clase media, la biblioteca consistía únicamente en una colección de libros baratos que venían de regalo con la revista Ercilla, un semanario oficialista. La biblioteca Ercilla incluía varias decenas de títulos de color rojo para la literatura española y de color café para la literatura chilena y de color beige para la literatura universal. No había una colección de libros latinoamericanos. No había, para nosotros, literatura latinoamericana. Doña Bárbara y el Martín Fierro figuraban entre los libros de literatura universal y, si mal no recuerdo, la obra más actual de la literatura española era Niebla, de Unamuno. Mi generación creció creyendo que la literatura chilena era de color café, y que no había algo así como una literatura latinoamericana. Por eso siento tan lejana la experiencia del boom. Una de las mejores novelas que he leído es El coronel no tiene quien le escriba y una de las peores sin duda es Memoria de mis putas tristes. Pero discutir sobre el boom sería, para mí, tan estimulante como debatir si el conceptismo o el culteranismo.

Para quienes nacimos durante los primeros años de la dictadura, la adolescencia coincidió con el retorno de la democracia (de una democracia adolescente, por decirlo con elegancia). Fue entonces cuando llegaron o reaparecieron todos los libros: la literatura del exilio, la literatura latinoamericana y la literatura a secas. Leímos como pudimos, con ímpetu, sin horizontes definidos, sin miedo a la promiscuidad: Yukio Mishima fue nuestro Severo Sarduy, Macedonio Fernández fue nuestro Laurence Sterne, Paul Celan fue nuestro César Vallejo, Álvaro Mutis fue nuestro abuelito, Robert Creeley nuestro amigo mudo y Emily Dickinson nuestra primera polola. Y Borges fue nuestro Borges.

De ese completo desorden, de ese encuentro tardío proviene el paisaje vigente. Algunos nos cambiamos de país y regresamos más chilenos que nunca. Otros se quedaron en Chile para poder ser ingleses o gringos o suecos. No es broma: a muchos escritores locales les pareció una fatalidad que Roberto Bolaño fuera chileno. Tal vez lo que les molestaba era que no renunciara a su nacionalidad. No exagero si digo que la mayoría de los chilenos no quieren leer a los chilenos, mucho menos a los latinoamericanos. Quieren, en el mejor de los casos, leer a Sándor Márai. No sé si eso es malo. No he leído a Márai. Soy, seguramente, el único escritor chileno que no ha leído a Sándor Márai.

Chile es país de poetas y de best sellers: de gente que indaga en el lenguaje y de gente que replica un español desabrido y temeroso, un español que nadie habla. En Chile desconfiamos de la escritura, para nosotros persiste el divorcio entre la lengua hablada y la lengua escrita: son muchas las palabras que decimos pero no escribimos y sin duda son demasiadas las frases que escribimos pero no decimos. Contra ese divorcio lucharon Gabriela Mistral, Nicanor Parra, Enrique Lihn, Jorge Teillier o Gonzalo Millán; se atrevieron, cada uno a su modo, a escribir, a buscar un lenguaje chileno y a la vez personal. Violeta Parra se atrevió a descubrirlo, a crearlo y, por si fuera poco, a cantarlo. El gran tema secreto de la literatura chilena es ese abismo entre lo que se dice y lo que se escribe. Lo que Neruda inventó fue un balbuceo elegante, un fraseo literario que favorece el rodeo y la eterna divagación. Los poetas chilenos olvidaron hace rato a Neruda, pero los narradores no. Los narradores chilenos escriben -escribimos- para adentro, como si la novela fuera, en realidad, el largo eco de un poema reprimido. Habría que encontrar, tal vez, ese poema no escrito pero presente en las novelas chilenas. Habría que escribir el poema y algo más; algo que lo niegue.

En cuanto a mí, los libros que he escrito los imaginaba distintos. Pero yo no tengo mucha imaginación: tal vez tengo buena memoria o buena voluntad de memoria, o buena memoria involuntaria. Al escribir Bonsái o La vida privada de los árboles no sabía muy bien qué quería representar. Tal vez nada. Todo lo que puedo decir sobre esos libros es posterior a la escritura, y corresponde, más bien, a la primera y única vez que los leí ya terminados. En ambos libros obedecí al solo deseo de desplegar imágenes que me parecían válidas. Ahora pienso que al escribir esas novelas quería nombrar las vidas medianas y nada novelescas de quienes crecimos leyendo libros de color rojo, beige y café. Ahora pienso que deseaba, quizás, hablar de personajes que no quieren o que no pueden ser personajes, tal vez porque son chilenos. Quizás deseaba hablar de nuestro pobre pasado vegetal, de la impostura, de las frágiles nuevas familias, en fin, de la vida que, como dice John Ashbery, es "un libro cuya lectura alguien ha abandonado", y de la muerte, de los muertos ajenos y de los muertos propios.

Pero tal vez me lo invento. Tal vez me proponía nada más que descubrir, para mí, una prosa pasable. Tal vez hablé de lo que hablé porque no quería o no podía hablar de otra cosa o de otra manera. Toda literatura es, finalmente, una falla. Toda literatura es personal y nacional. Toda literatura lucha contra sí misma, contra lo personal y contra lo nacional, porque, como escribe Henry Miller al comienzo de Black Spring, "lo que no está en medio de la calle es falso, derivado, es decir, literatura".

Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975) es autor de dos libros de poesía y de las novelas Bonsái y La vida privada de los árboles, ambas publicadas por Anagrama.

De izquierda a derecha: Emily Dickinson, Yukio Mishima, Roberto Bolaño y Pablo Neruda, vistos por Loredano.
De izquierda a derecha: Emily Dickinson, Yukio Mishima, Roberto Bolaño y Pablo Neruda, vistos por Loredano.

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