LA RESURRECCIÓN DE SAMMY GITAU
La etiqueta de trabajador social se queda corta para un hombre que, a punto de morir por sobredosis a los 17 años, trabaja incansablemente en el Bronx de Nairobi
icen que, en el momento de morir, pasa por delante de nosotros nuestra vida entera. Sammy Gitau tuvo esa experiencia, pero a cámara lenta, durante las tres semanas que pasó en el ambiguo sueño del coma. Vio imágenes de la violenta barriada de Nairobi en la que había nacido y crecido; de las noches en las que una alcantarilla abierta se desbordaba y un río de porquería inundaba la chabola en la que vivía; de las innumerables chicas con las que se había acostado (afortunadamente antes, como él dice, de la plaga del sida); del asesinato de su padre, cuando él tenía 13 años, con la nuca aplastada de un martillazo; de su huida a las calles de la capital keniana, en las que arrancaba los espejos retrovisores de los coches y las cadenas de oro de los transeúntes, en las que sufrió más palizas -de la policía o de las víctimas que le perseguían- de las que podía recordar, en las que dormía de día para que no robaran su escaso botín de noche, en las que, para comer, hervía restos de comida sacados de los cubos de basuras de los hoteles, en las que vendía drogas y luego cometió el imperdonable pecado profesional de consumirlas también él.
En una de las paredes de metal de su casa cuelga un letrero que dice: "Estar con un ganador te convierte en ganador". La gente de Mathare está orgullosa de Sammy y le considera un ganador,
Un experimento de más con las drogas fue lo que llevó a Sammy a la cama de hospital en la que yació entre la vida y la muerte, con sólo 17 años, después de haber visto y sufrido más que el europeo medio en 17 vidas. Podía oír todo lo que decían a su alrededor. Los médicos parecían pesimistas; sus familiares, afligidos. Oyó a un amigo que decía: "No creo que salga de ésta".
Pero él estaba convencido de que sí. O, mejor dicho, adquirió un lúcido sentido de que aún tenía un propósito no cumplido, e hizo un pacto con su Dios cristiano. "Hablé con Él y dije que estaba dispuesto a prometerle lo que fuera, pero que me sacara de allí. Salí y, a partir de aquel día, mi preocupación fue ayudar a personas que habían vivido como yo a cambiar de vida, y ése es el mismo impulso que me mueve todavía hoy".
Hoy, a los 36 años, es, por decirlo de forma simplista, un trabajador social. Pero la etiqueta no cubre ni de lejos el efecto que su ejemplo y sus esfuerzos han tenido en Mathare, una barriada de 300.000 personas, el Bronx criminal de Nairobi, donde nació, donde regresó tras despertar de su coma y donde sigue viviendo hoy, seis meses después de volver de Manchester, Inglaterra, en cuya universidad bicentenaria obtuvo un título de posgrado en desarrollo internacional en diciembre del año pasado, pese a no haber hecho nunca una carrera universitaria ni haber asistido siquiera a algo que no existe en Mathare, la escuela secundaria.
Podría haberse quedado en Inglaterra y continuado sus estudios, o encontrado trabajo con una multinacional o una gran ONG. Pero no. Vive en un contenedor azul -como los que se utilizan para transportar mercancías en camiones, barcos y trenes-, en una colina sobre Mathare, un hormiguero de chabolas herrumbrosas que se alzan sobre dos escarpados barrancos a ambos lados de un río estrecho y marrón, cargado de desechos humanos. En realidad, vive en la mitad del contenedor. La otra mitad es la oficina desde la que dirige el Centro de Recursos Comunitarios de Mathare, que está formado por otros tres contenedores anexos que albergan una biblioteca, un almacén y un taller en el que se enseña a la gente corte y confección, y cocina. La mitad en la que vive con su esposa y el más pequeño de sus tres hijos tiene una cama doble separada por una cortina de un espacio, del tamaño de otra cama doble, en el que se amontonan un banco de madera, una silla de plástico, un televisor y un frigorífico. En una de las paredes de metal de su casa cuelga un letrero que dice: "Estar con un ganador te convierte en ganador".
La gente de Mathare está orgullosa de Sammy y le considera un ganador, el mismo sentimiento que despierta Barack Obama -cuyo padre era keniano- entre la población en general (en Nairobi se ven pegatinas de "Obama '08" en los coches y sus libros están en venta en tiendas y puestos callejeros). También tiene, en abundancia, el carisma de Obama, su capacidad de seducir y conectar. De mediana altura y mediana envergadura, desprende buena salud y dice que nunca se le ha pasado por la cabeza hacer lo que hizo el padre de Obama, quedarse, una vez completados los estudios, en el rico mundo occidental. "Tengo herramientas administrativas, herramientas de comunicación, herramientas de escritor, y, con todas ellas, he vuelto para cambiar la actitud de la gente, para construir puentes que permitan a la gente llegar al otro lado y hacer lo que tantos han sido incapaces de hacer en África, aprovechar su talento".
No hay una pizca de santurronería ni abnegación en Sammy. Nada de esa mojigatería que a veces se vislumbra en quienes han consagrado sus vidas a los más desdichados de la tierra. Él no cree ser más, sino un desdichado como sus vecinos. Es uno de ellos, y ha triunfado, así que todos lo han hecho, les enseña él, o pueden hacerlo. "El lema de nuestro centro de recursos es conservar la dignidad; nuestra misión no consiste en hacer cosas por la gente, sino en alentarlos para que las hagan por sí mismos".
Es humano Sammy. Le gustaría dejar de fumar pero no puede. Confiesa que tiene tentaciones y sospecha que algún día acabará sucumbiendo a ellas. "Sueño con tener un Volkswagen escarabajo, pero, como dice un amigo mío, 'todavía no ha llegado tu hora'. Por ahora tengo que vivir como vive la gente. Por eso le ruego a Dios: 'Hazme humilde, no me dejes perder nunca el contacto con los míos".
Hasta ahora no lo ha perdido. Bajamos al laberíntico barranco de chabolas y pasamos como podemos por las escarpadas y embarradas grietas que separan cada fila de casas destartaladas durante tres horas. No pasa un minuto sin que una anciana huesuda a la que le faltan dientes, un joven con pinta de duro que lleva una camiseta del Liverpool -de Fernando Torres-, un niño mocoso vestido de harapos, se acerquen a él con una sonrisa afectuosa y cómplice, a darle la mano. Lo que vemos alrededor es una imagen de la penuria africana, la foto que pusieron en marcha mil ONG, pero el lugar emite también un zumbido constante de laboriosidad humana.
Pasamos por tiendas de teléfonos móviles que son, al mismo tiempo, pequeños bancos; vemos a un carnicero que arranca la carne de una cabeza de vaca ("comemos los mismos animales de los ricos, sólo que distintas partes", sonríe Sammy); vemos a personas que venden plátanos y verduras que, no se sabe cómo, han conseguido cultivar en medio de la miseria; vemos una tienda llamada Hollywood Studio en la que se hacen fotografías y vídeos de cumpleaños, bodas y funerales; entramos en uno de los distintos cines que hay, unas salas oscuras con filas de bancos en las que la gente paga para ver un DVD en una pantalla de televisión o, algo para lo que se agotan siempre las entradas, partidos de fútbol de la Premier League inglesa, retransmitidos por satélite. La reciente victoria de España en la Eurocopa, que también se vio en directo en Mathare, está en boca de todos.
El sentimiento que me invade, y no por primera vez en 20 años de recorrer África, es admiración por la heroica, sonriente y generosa capacidad de resistencia de su gente. El propio Sammy encarna esas cualidades de tal manera que se ha convertido en una especie de leyenda viva incluso entre los supervivientes de Mathare. Ha sufrido como los más desgraciados; ha peleado y arañado como un león cuando no le quedaba más remedio, como bien saben todos los jefes de bandas de la barriada. Y luego triunfó en la madre patria colonial. Un hombre enjuto y apuesto de 34 años con el que nos encontramos, Peter Kamande, que, según Sammy es el manitas por excelencia de Mathare ("es electricista, carpintero, mecánico, y, si tuviéramos un avión, ¡también sabría repararlo!"), me dice: "Sammy es un ejemplo que levanta la moral de todos. Es uno de nosotros y nos ha dado esperanza. Ha demostrado que quedarse estancados no es la única opción".
El valor del trabajo y la presencia de Sammy en la barriada, añade Kamande, es que anima a los jóvenes a descubrir sus habilidades y encauzarlas, a sacar lo mejor de sí mismos.
Un caso especialmente significativo es el de dos jóvenes que saludan a Sammy con gran efusión junto a un nuevo puente de metal que Sammy presionó para que se construyera sobre el riachuelo pardo del barrio. Son aspirantes a artistas musicales y Sammy les ha convencido para que graben un CD con su música. Tiene una fotografía de los dos -Expertes se llama el dúo- dándose la espalda, sobre una idílica pradera. "La gente se reía de nosotros cuando proponíamos hacer un CD", me cuentan. "Pero Sammy nos dijo: '¡Adelante! ¡Tenéis que tener una loca fe!', así que lo hicimos, y ahora estamos planeando hacer un vídeo".
"También se reían de mí cuando decía que soñaba con hacer algún día estudios de posgrado", dice Sammy, mientras me indica, en lo alto de la colina, un vertedero en el que un día, en 1997, encontró un folleto de la Universidad de Manchester envuelto en una bolsa de plástico. "Me guardé el documento y, de noche, lo leía. Pasaron los años, pero nunca perdí mi loca fe, nunca dejé de decirme a mí mismo: 'Puedo hacerlo y un día lo haré".
Mañana: Cómo llegó Sammy Gitau desde el barrio más mísero de Nairobi hasta una de las mejores universidades de Inglaterra.
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