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Tribuna:escena
Tribuna
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Las difíciles lecciones del cuadrilátero

Jean Renoir afirmaba que hacía películas por los primeros planos. No entendí lo que quería decir hasta que hice una película de lucha. Hay pocas cosas que sean más bellas que la cara de un luchador. Audrey Hepburn era el rostro de la belleza, pero si la sabiduría es el conocimiento perfeccionado a través del sufrimiento, el luchador es el rostro de la sabiduría.

Mi nueva película, Cinturón rojo, es una película de lucha; en ella, Ray Mancini -el ex campeón mundial de peso ligero- hace el papel de un director de una película de lucha. La cadena de televisión estadounidense ESPN estaba haciendo un documental sobre Ray hace unos meses y me preguntaron qué me gustaba de su forma de actuar. Yo les contesté: "Que está triste. Todos los luchadores lo están".

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Aquí van tres ejemplos que he recordado toda mi vida: Takashi Shimura, Kola Kwariani y Stanislaus Zbyszko.

Noche en la ciudad (1950) es una película sobre lucha libre. Zbyszko hace el papel de un campeón europeo de la vieja escuela (que lo era) cuyo hijo ha dejado de lado la verdadera competición grecorromana y se ha hecho rico como promotor de "exhibiciones" representadas de lucha libre. A Zbyszko lo engañan para meterse en una pelea amañada. Uno de los falsos luchadores le provoca, diciéndole que está viejo y anticuado (en esa época, Zbyszko tenía 71 años). Los dos se ponen a pelear. Zbyszko gana, pero la lucha le deja exhausto y, en el vestuario, se muere. Su hijo le pide perdón y su padre se lo concede. "He tenido una buena vida", afirma Zbyszko. Es una bella secuencia de muerte, en la que actúa un hombre que nunca había actuado antes. Zbyszko había sido campeón mundial de lucha libre en las primeras décadas del siglo, antes de que ese deporte se convirtiera en algo amañado, en una "presentación". En él todo era real: se podía ver en los estragos de su cara, en sus orejas deformadas y en sus ojos sabios. Es el trágico rostro de la sabiduría, un rostro bello.

Al igual que la cara de Kola Kwariani en Atraco perfecto (1956). Kwariani había sido campeón de lucha grecorromana en Europa antes de la guerra y "profesional" de lucha libre en Estados Unidos después. En la película aparece sentado en una sala de ajedrez y planea, con Sterling Hayden, cómo asaltar una pista de carreras en uno de los mejores diálogos del cine. Hayden contrata a Kola para que distraiga a la policía, que lo arresten y que vaya a la cárcel. Kola prefiere un poco de acción al sueldo que le había ofrecido Hayden, porque se huele que va a ser una cantidad jugosa. Y Hayden rechaza su oferta, y Kwariani se encoge de hombros, y se dan la mano, y Kwariani se va a hacer el trabajo, se lleva las culpas y va a la cárcel y, ¿no es así la vida? Yo creo que sí. Y estoy seguro de que la opinión del director de la película, Stanley Kubrick, y la de su luchador, Kwariani, reafirman la mía.

Takishi Shimura fue para Akira Kurosawa y su estrella, Toshiro Mifune, lo que Victor McLaglen fue para John Ford y su estrella, John Wayne, en películas como La legión invencible, Fort Apache y Río grande: el perpetuo segundón cuya presencia ennoblecía a su superior. Los siete samuráis es la obra maestra de Kurosawa. La secuencia de acción del principio tiene, con razón, la fama de haber dado pie al género de las películas sobre samuráis. Un secuestrador tiene a un niño en un granero. Shimura, un samurái sin maestro y sin trabajo, aparece, se rapa la cabeza y le pide prestado un hábito a un monje. Se acerca a la puerta del granero con un cuenco de mendigo y ofrece comida al secuestrador y a su víctima. Luego, tira la comida al granero y a renglón seguida se tira detrás de ella. En la siguiente secuencia aparece el criminal herido de muerte, tambaleándose mientras sale del granero a cámara lenta. Se pone de puntillas y cae hacia delante, muerto.

Mi momento favorito, sin embargo, es la segunda pelea de la película. En ella, Shimura, al haber asumido la causa de los campesinos pobres y amenazados, emprende un viaje en busca de otro samurái. Observa un kendo (una pelea de varas) entre otro ronin y un principiante. El principiante afirma que ha ganado la pelea y que, si hubieran luchado con espadas de verdad, el ronin estaría muerto. Shimura le dice: "No, has perdido tú". Entonces, el principiante saca su espada, al igual que el samurái. La cámara se va acercando a Shimura mientras éste contempla cómo ambos adoptan una postura de lucha. Los espadachines se quedan inmóviles y Shimura, también. En su rostro, triste y sabio hasta el punto de resultar trágico, vemos un conocimiento previo absoluto del resultado de la pelea, así como su falta de sentido y la locura indescriptible de la especie humana.

Todos los luchadores están tristes. En mi película, Boom Boom Mancini representa un papel inspirado en Danny Inosanto. Dan es el sensei mundial, el maestro más venerado, de kali, la lucha con cuchillos filipina. Lo aprendió de la generación de sus padres y de sus tíos, que les daban clases a los soldados estadounidenses en la guerra del Pacífico. Él era paracaidista de la unidad aérea número 101, fue el primero en recibir el cinturón negro de manos de Bruce Lee y, en la actualidad, da clases en su academia de California y a policías y a personal militar por todo el mundo. Mi película, Cinturón rojo, trata sobre el yuyitsu. En el filme, el cinturón rojo es ese honor de carácter único que posee el profesor más venerado de este arte marcial. Para la última secuencia de la película necesitaba a alguien que representara a ese profesor y que al final de la película diera el cinturón a su discípulo electo (Chiwetel Ejiofor). En el transcurso de la preproducción, debatí el reparto de los papeles con Renato Magno, mi profesor y el coreógrafo de peleas y productor de la película. "Necesitamos", dije, "a alguien que tenga rostro de luchador, alguien como Dan Inosanto", y en los meses de la preproducción, Renato me insinuaba una y otra vez: "¿Por qué no Dan Inosanto?". Hasta que un día supongo que se convirtió en mi idea y dije: "¿Por qué no Dan Inosanto?", que hace el papel y cuyo rostro narra el argumento de la película: que todos los luchadores están tristes. ¿Qué persona, sin ser un gran luchador, podría hacer ese papel? Nadie. La verdadera historia de cualquier pelea de verdad tiene que ser triste. Como dijo Wellington: "Nada, a excepción de perder una batalla, puede ser la mitad de melancólico que ganar una batalla". Las películas de lucha son tristes. Hay una nobleza en el esfuerzo, en la disciplina y, si no en el sufrimiento, sí en intentar sobrevivir al sufrimiento y empeñarse en encontrarle sentido. Cinturón rojo, en general, es un largometraje de lucha. Las películas de artes marciales tratan de oponer dos fuerzas: dos hombres compiten y se nos permite animar al que tiene menos posibilidades y disfrutar su victoria final. Pero las películas de lucha son una celebración de la sumisión, esto es, de la derrota. Como tales, se encuentran en los límites de mi género favorito: el cine negro. El remate de las películas dramáticas es "¿No es así la vida...?". Pero su hermano mayor, la tragedia, relata la lucha del bien contra el mal, del hombre contra los dioses. En las tragedias, el bien y los dioses se proclaman vencedores; en el cine negro, que no es más que una tragedia frustrada, los dioses siguen ganando, pero al triunfo del bien le acompaña un asterisco.

Las batallas perdidas no se han acabado. El mundo árabe está volviendo a luchar contra la Reconquista; el Sur, la Guerra Civil; y el conjunto de Estados Unidos, la cuestión de Vietnam. La victoria es algo transitorio y la derrota, indeleble. Pregúntenle si no a un jugador o a un soldado cualquiera. Mi película está llena de luchadores reales: Randy Couture, Rico Chiapparelli, John Machado, Dan Inosanto, Frank Trigg, Enson Inoue y Ray Mancini. Sus rostros están por encima de la pretensión y de la arrogancia; están inmóviles y contemplativos y miran hacia el interior. Me encanta ese rostro. Y por eso he hecho esta película.

David Mamet, dramaturgo y cineasta, acaba de estrenar Cinturón rojo. © The New York Times.

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