Spitz, en un 'Septiembre Negro'
Barcelona perdió con Berlín los Juegos de 1936 y repitió derrota con Múnich, como subsede de Madrid para los deportes náuticos. La edición en la capital bávara también se anunciaba excelente. El país estaba dividido, pero la guerra fría no era un problema acuciante. Sin el boato nazi, el rigor alemán podía asegurar una organización perfecta. La preocupación de la entonces República Federal estribaba en no ser humillada por la Democrática, que ya la había superado en México 68 en su primera participación separada. Poco faltó. La gran revancha de la URSS sobre Estados Unidos en el medallero no oscureció las 66 medallas, 20 de oro, de la RDA, tercera en la élite nada más llegar. Había puesto en marcha su maquinaria técnica, política y de dopaje.
Los Juegos tuvieron un amago inicial de boicoteo que se zanjó cuando el COI atendió a la presión africana y expulsó a Rhodesia por su apartheid. Mark Spitz empezó a ganar medallas y todo se convirtió en pura emoción. El arrogante nadador de 22 años era otro tras su fracaso en México, donde después de asegurar que iba a ganar seis pruebas, se quedó sólo con dos en los relevos. No pudo ni con la animadversión de sus propios compañeros. Uno le llegó a decir: "Aquí no vas ganar nada, perro judío". Se fue de California a Indiana para entrenarse con el legendario Doc Counsilman y le cundió sobradamente. Hasta en dinero, rozando todos los límites del amateurismo tabú de entonces. El 28 de agosto ganó los 200 mariposa y los 4 x 100 libre; el 29, los 200; el 31, los 100 mariposa y los 4 x 200 libre; el 3 de septiembre los 100 libre; y el 4, los 4 x 100 estilos. En las siete pruebas, con récords mundiales.
Surgió una estrella absoluta, pero apenas dio tiempo a valorarla. En la madrugada del día 5, el terrorismo invadió la Villa Olímpica. Un comando palestino del ala más radical de Al Fatah, Septiembre Negro, mató a dos miembros de la delegación israelí y tomó como rehenes a 16. Alemania quiso dar una imagen idílica de amabilidad y descuidó la seguridad. Todo empezó mal y terminó peor. El plan para sorprender a los secuestradores en el aeropuerto fue un desastre. Reinó la descoordinación entre las distintas fuerzas del orden. Murieron los cinco terroristas, pero también nueve rehenes y un policía.
Los Juegos siguieron tras una ceremonia fúnebre con el discutible argumento de no claudicar ante el terror. Pero la fiesta se acabó. Ni los cinco días que faltaban, ni el futuro, fueron ya los mismos. Incluso Spitz se marchó de Múnich ante la amenaza de otro atentado. El uso del olimpismo como arma arrojadiza era ya trágica moneda de cambio.
El finlandés Lasse Viren asombró al ganar los 5.000 y 10.000 metros, pero fue un adelantado en las manipulaciones sanguíneas. Como no se le descubrió, el palentino Mariano Haro, cuarto en los 10 kilómetros, se quedó sin medalla. España, con el entonces príncipe Juan Carlos en vela, tuvo una pobre actuación. Sólo ganó un bronce el boxeador minimosca Enrique Rodríguez Cal. El ciclista Jaime Huélamo perdió el suyo de fondo en carretera al dar positivo con un estimulante para curar una bronquitis. Como el nadador estadounidense Rick DeMont, que perdió el oro de 400 libre por un antiasmático.
Estados Unidos cedió tres cotos privados: en saltos acuáticos, salto con pértiga y, sobre todo, en baloncesto, por una polémica y habilísima canasta final de la URSS. Los soviéticos sacaron petróleo del lío montado con el tiempo en los últimos segundos cuando incluso los norteamericanos celebraban ya un título más. Su enfado por la derrota les llevó a rechazar la plata y ni se presentaron en el podio.
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