El creyente
Maurice Tillet nació en París en 1908 y murió 54 años después. Sufría una enfermedad llamada acromegalia que desarrolló su cuerpo de una manera desmesurada y que solía provocar muerte prematura, al menos según el diagnóstico de los médicos de aquella época. La figura del Tillet real y las luminosas fotos que de él se conservan inspiraron incluso a los creadores del dibujo animado Shrek para inventar los rasgos de su imaginario ser antropomórfico, muy feo pero conmovedor. El éxito de la invención fue notable entre los niños y algunos no tan niños. ¿Cómo se explican estos fenómenos de la siempre impresionable imaginación humana? Muy sencillo: basta ver las fotos que le hicieron por su época al bromista Tillet en Viena, en el estudio de Irving Penn y Johannes Faber junto a la modelo Dorian Leigh.
Tillet, consciente de los handicaps laborales que su condición física iba a provocarle, no había dudado en ganarse la vida en público como histriónico astro de la lucha libre. Se puso de nombre El Ogro Francés, con buen oído para las resonancias legendarias que los mitos compasivos de los deformes y miserables generan bajo el paraguas de la catedral de Notre Dame. En privado, Maurice era un hombre inteligente que publicó varios libros de poesía y chapurreaba catorce idiomas. En las fotos de Viena se ve, si miramos con atención, que estamos ante un gran actor. Hay que mirarlas una y otra vez, repasarlas con lupa y preguntarse dónde está lo enternecedor del monstruo, dónde su extraña simpatía. Los creadores del dibujo animado, evidentemente, la detectaron y en su película no dudaron en poner en relación al monstruo con canciones del repertorio más vitalista de la música rock y pop como I'm a believer. Y acertaron porque el éxito de la fórmula fue tan arrollador que tuvieron que hacer varias secuelas.
¿Por qué acertaron? Al final, examinando una y otra vez las fotos con el semblante de Tillet, uno cree por un momento que quizá ha dado con el secreto: está en la mirada de Tillet, supremamente inteligente y expresiva, una de esas miradas que nos devuelve automáticamente a la infancia. Nos dice que el adjetivo bello probablemente nunca existió y que la única palabra que define lo humano, su esperanzadora e inteligente vitalidad, es, como mucho, el adjetivo hermoso. Eso es algo que los niños comprenden rápido de manera puramente instintiva y que traspasa la barrera de los siglos. Es algo que explica por qué siguen perviviendo las melodías afortunadas de la música popular más allá del paso del tiempo y de los cambios tecnológicos que la disfrazan de pop-rock. Sólo nuestra humana soberbia puede confundir eso con el fin de la Historia. La ciencia lo confirma: está demostrado que, cuando nos enamoramos, el metabolismo se pone como un loco a disparar endorfinas. Endorfinas que siguen disparándose incluso más allá de que la persona que nos inspiraba madrigales haya abandonado la habitación. Un fenómeno de sugestión, sin ninguna duda. Sabemos todo sobre cómo se disparan esos procesos pero ignoramos absolutamente el porqué suceden. Ahora bien, pese a nuestra ignorancia, creemos ciegamente en las órdenes que nos dan nuestras endorfinas. Y eso, supongo, nos convierte a todos, automáticamente, en unos creyentes. -
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