_
_
_
_
ficciones

LAS PESTAÑAS DE MI PRIMA

y, ¡cómo duele!- se quejaba mi prima.

-Ábrelo bien- le decía yo, volcada sobre ella. -Si no lo abres del todo no puedo quitártela.

Mi prima llevaba un ojo tapado, por vago, con un parche de color carne, y a la pobre se le había metido una pestaña en el otro. Como cada año, mi prima había venido de un pueblo del interior para pasar unos días con nosotros en la costa. Había llegado a primera hora de aquella misma mañana, en tren litera, sola, con un cartelón colgado al cuello, la maleta cargada de cuadernos escolares porque había suspendido varias asignaturas, tres chorizos, queso de oveja y pan casero, un paquete de compresas enormes y algunos amuletos para espantar la mala suerte: cabezas de ajos, bolsitas de hierbas, piedras de río.

Cerré los ojos para formular mi deseo, invocando a todas las fuerzas veraniegas, hasta que sentí que el sol ya no quemaba. Las nubes de tormenta lo habían cubierto

Mi prima era un año mayor que yo, y con trece ya sufría su primera menstruación. Su abuela le había dicho que no podía bañarse en esos días, ni siquiera lavarse el pelo. Así que allí estábamos las dos en nuestro primer día de playa, vestidas, aburridas, pálidas, malhumoradas. En solidaridad con mi prima y su situación, me había propuesto no bañarme y lucía también una camiseta larga hasta las rodillas, con flecos de los que colgaban unas bolitas de madera, y en el pecho el diseño de una india recogiendo flores. Tratando de conjuntar todo aquello de alguna manera, yo me había hecho dos trenzas, pero mi prima, con su parche en el ojo y un turbante que ocultaba su pelo sucio, parecía una pirata con muy mala hostia:

-¡Esto escuece que te cagas!

-¿Por qué no vas hasta la orilla y te echas un poco de agua?

-Mi abuela dice que si te bañas con la regla se te llena el cuerpo de manchas y puede que, de mayor, te salgan bebés deformes.

-Ah. -Las supersticiones de mi prima siempre me dejaban intrigada y desconcertada.

Por detrás se acercaban nubes grises, aunque brillaba el sol y los chicos jugaban a empujarse en la orilla. Como cada año, no nos hacían ningún caso. Pero no nos importaba, porque guardábamos un as bajo la manga: cigarrillos para compartir con ellos en cuanto la tarde decayera y se retirasen las familias vecinas, y con ellas el riesgo de chivatazo.

-Oh, no, lo que faltaba -dije-. Mira quién viene.

-¡No veo nada! No me digas que es Ella...

-Sí, es Ella.

Por la orilla, a paso cadencioso y con un elegante collie trotando a su alrededor, venía Ella. A sus diecinueve años, la más adulta de las chicas que venían de fuera y ofrecían algo de misterio a los chicos del pueblo. Allá venía la más rubia, la más mona. Con su figura esbelta y bronceada, su estilo deportivo, su pelo manejable, su bikini blanco y sus gafas de sol, sus cientos de pulseritas en muñecas y tobillos, su capacho hippy, su pareo rosa con moneditas tintineantes atado la cintura.

-¿Qué hace?

-Pues lo único que sabe hacer, la pobre. Exhibirse, fardar de tipo, de bikini blanco...

-¿Bikini blanco, dices? Si se baña, prima, estamos perdidas.

-¿Sacamos los cigarrillos ya?

-Si se baña -insistía, amenazadora-, se le transparentará todo y entonces... Entonces no habrá cigarrillos que valgan, y tú y yo desapareceremos del todo para ellos, ¿comprendes?

Tenía razón. Si tras una aparición de las que causan sensación y expectativas, Ella se bañaba y la luz del sol resaltaba todos sus dorados, ya habríamos podido encender todos los cigarrillos y fumárnoslos por la nariz y por las orejas, que nadie habría reparado en nosotras. Mi prima soltó una palabrota y se estiró con fuerza de las pestañas, montando el párpado superior sobre el inferior.

-¿Qué hace ahora?- preguntaba, nerviosa.

Yo informaba con tanto detalle como era capaz:

-Se ha quitado el pareo y lo ha dejado dobladito en el capacho. Ahora se estira del bikini y sacude el pelo. Cagada, prima. Me parece que se va a bañar, con gafas y todo.

Mi prima se arrancó una pestaña y me dijo sin verme:

-Toma.- Acercó su cara a la mía. -Ahora escúchame bien, póntela en la mano y pide un deseo con todas tus fuerzas. Luego, sopla. Si la pestaña sale volando, tu deseo se cumplirá.

-¿Tú crees? ¿Así de fácil?

-Tú no conoces a mi abuela. Sabe muchísimo. Si ella dice que va a llover, llueve, si dice que mis ojos son vagos, es que lo son. Y si dice que mis pestañas son mágicas, es que son mágicas.

Miré la minúscula pestaña en la palma de mi mano. Mi prima insistía:

-¿Qué está haciendo ahora?

-Ha entrado en el agua dando saltos ridículos, metiendo barriga porque sabe que todo el mundo la está mirando.

Cerré los ojos para formular mi deseo, invocando a todas las fuerzas veraniegas, hasta que sentí que el sol ya no quemaba. Las nubes de tormenta lo habían cubierto, arrastradas por el viento. El mar se enfurecía, y mi prima frotaba su ojo con desespero. Y entonces sucedió: una ola traicionera se levantó a espaldas de Ella y la golpeó en las lumbares, doblándola hacia atrás, haciendo saltar sus gafas modernas y derribándola sin glamour. En el revoltijo de espuma y pelos asomó un pie con la tobillera.

-¡Hala!- exclamé.

-¿Qué pasa? ¿Qué ha pasado? ¡Cuéntamelo!

-¡Que una ola la ha derribado y le está dando un meneo que no veas!

Ella se incorporó confusa y desorientada, el pelo sobre la cara y el bikini descompuesto, dejando ver una porción blanca de nalga. Pero ya nadie la miraba. Retrocedía tragando agua cuando una segunda ola la pilló desprevenida, revolcándola aparatosamente hasta la orilla. El collie se puso nervioso y, no sabiendo qué hacer, metió el hocico en el capacho y salió disparado arrastrando el pareo por la playa.

Mi prima abrió al máximo su ojo entumecido:

-¿Dónde está?

Con una sonrisa triunfal, señalé la orilla. Ella corría absurdamente tras el collie, lloriqueando de rabia y de vergüenza, entre la indiferencia general.

-¿Lo ves? Qué te dije. Son mágicas. -Mi prima me guiño el ojo, ya liberado. -Puñeteras, pero mágicas.

Nos olvidamos de Ella, de los chicos y de los cigarrillos, de los suspensos y los nefastos pronósticos de bañarse con la regla. Y pasamos el resto de aquella ventosa tarde ideando la forma de arrancar a mi prima todas las pestañas posibles. Iba a ser un gran verano.

FERNANDO VICENTE

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_