DÍA 12
Estoy leyendo a ratos (y a escondidas) el libro al que me refería ayer y que descubrí, muy manoseado, en la mesilla de noche de mi padre. Trata de un tío mayor que hace caligrafía como otros hacen trabajos manuales, para quitarse malos rollos de la cabeza o retirarse de las drogas. Lo curioso es que, aunque el tipo intenta escribir cosas sin significado, porque de lo que se trata es de hacer caligrafía y nada más que caligrafía, el sentido se cuela permanentemente en lo que escribe. El libro es muy corto, se lee en dos patadas, y se titula El discurso vacío. El protagonista, un tío de la edad de mi viejo, intenta todo el rato eso, escribir un discurso vacío, sin significado, sin sentido, pero los problemas diarios de la existencia se cuelan en la caligrafía como un virus en la sangre y se manifiestan a través de ella. Para morirse, de verdad. Es justo lo contrario de lo que me ocurre a mí. Yo intento decir cosas y me sale una mierda. El protagonista del libro de mi viejo, en cambio, intenta no decir nada y le sale una obra maestra. La modalidad práctica irrita a la modalidad zen y viceversa (no acabo de entender esto, pero me gusta cantidad).
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Mis padres han salido a cenar dos días seguidos y he podido leer el libro en un par de sentadas. Desde que sus amigos se enteraron del mal rollo que tiene el viejo con lo de la prejubilación, no lo dejan ni a sol ni a sombra. Además, todos le animan a que se meta en la compra de la casa. Yo no sé lo que es desear una cosa de ese modo. Nunca he deseado nada de un modo desesperante. Mis viejos (y mi hermana mayor) dirían que no he deseado nada desesperadamente porque he tenido de todo. Antes de que abriera la boca, ya me la estaban tapando. Se adelantaban a mis deseos (por qué, por qué, por qué), de manera que si algo me falta es la carencia, aunque parezca una rayada. Siempre he querido carecer de todo lo que me rodeaba, incluidos mis viejos y mi hermana y su marido y su hijo. Pero no me dejan carecer; puta vida.
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