HEMINA DE OVIAL
Lo que el comisario Morga vio en el surco podrido de la Hemina de Ovial no fue otra cosa que el lecho del muerto, la cicatriz quemada por el sol de agosto, y en el dedo índice del secretario del Juzgado de Anterna que lo señalaba, como la flecha de una indicación temerosa, la tierra era igual que el espejo donde el comisario había hundido el sueño de la noche anterior en la pensión Occidente, donde llegó al oscurecer con un extraño dolor en el bajo vientre, el indicio de lo que cuatro años después de aquel suceso terminaría siendo, con otros avisos no atendidos, un tumor que supondría la fuente de su mayor sufrimiento y, al fin, de su muerte, pero entonces, en la noche de Occidente y en la investigación posterior, apenas la irradiación de una digestión malhumorada, una suerte de resentimiento gástrico propio de algunos alimentos crudos o mal cocinados, y el comisario Morga observó en la dirección del dedo índice del secretario del juzgado la escarpadura de la uña, la diminuta hendidura que casi rasgaba la piel, y en la misma observación el hilo venoso que del índice partía hacia la muñeca y el brazo desnudo, donde el hilo se bifurcaba en la protuberancia del fluido cárdeno de la sangre, que marcaba su recorrido en la piel oscura, de modo parecido a lo que el comisario percibió en la herida inguinal del muerto, una incisión que reventaba aquellos hilos venosos más íntimos, también más blancos y menos bifurcados, como si la indicación del lecho mortal en la Hemina, donde apareció tendido de bruces y con los pantalones bajados, ya fuera suficiente para dar a entender que de una muerte sinuosa se trataba, la incisión homicida era el resultado de la violencia ejercida con un cuchillo o una hoz, un surco profundo en la carne y en el vaciado de la sangre que pudo manar incontenible hasta que el cuerpo quedase seco, la mancha esparcida por el lecho también reseca y reconvertida tras las horas de su descubrimiento en la costra que la tierra amasó o la corteza abrupta de un árbol que el asesino taló y abandonó, signos eméritos, había recordado el forense en el depósito del cementerio de Anterna, cuando se dispuso a comenzar la autopsia y sin que el comisario le preguntase nada, de que la muerte obtuvo esta eficaz emanación de toda suerte de fluidos, la punzada estricta y persistente con que se pudiera matar a un bicho de la manera en que se procura el vertido de la sangre como se hace brotar un manantial incontenible y se mantiene hasta la completa desecación, lo que indicaría, y era la voz atiplada del forense la que se acompasaba a la indicación que mostraban las piernas abiertas del cuerpo desnudo del muerto sobre la mesa de piedra en que estaba tendido en el depósito, que bien pudiera ser alguien no desconocido para el interfecto quien administrara tal muerte, o alguna insinuación podría entenderse en tal comportamiento homicida, es la primera vez que veo un crimen inguinal de estas características, y por describirlo de algún modo, me refiero, comisario, a esta suerte de matar tan descabellada, como si para llevarla a efecto tuviera que existir una razón que no fuese el mero acto de matar sino la motivación de hacerlo, y usted disculpe porque ya me estoy metiendo donde no debo, pero resultaba algo tan obvio que el comisario Morga volvió a pensar en ello cuando regresó al lugar del crimen con el secretario del juzgado, que había asistido el levantamiento del cadáver, algo que en la indicación del índice que mostraba el lecho y la embadurnada corteza de la sangre fue el acicate de la investigación que el comisario emprendió sin recabar, en principio, otra cosa que los datos del muerto, un vecino soltero y enfermo de asma de un pueblo de los confines de Celama, un hombre solitario que no tenía trato con nadie y labraba las hectáreas con el cansancio ensimismado de quien nada piensa que a los demás competa, el secreto que pudiera guardar era un pozo anegado, dijo un vecino sin que el comisario Morga atendiese siquiera, el secreto era la herida en la ingle, también el ensañamiento de su profundidad, pero no como una alteración de desatada violencia, sino, como Morga se dijo al despertarse al día siguiente en la pensión Occidente de Anterna, la fuerza íntima y extremadamente amorosa de una especie de posesión, y no en vano el índice del secretario del juzgado indicó el lugar como el lecho, y en la protuberancia que las venas bifurcadas marcaban en la piel de su brazo desnudo había una sugerencia que para Morga no resultaba un dibujo aleatorio sino un indicio, la tarde contenía el silencio abismal de la llanura, el cielo resonaba con el eco morado de las rañas y el estertor de las hectáreas, una costra de muerte como legado del cadáver reseco, nadie se mata así y no hay mejor manera de matar a quien se quiere o a quien se desea, lo que pensó el comisario al despertar en la Occidente y ver en el reflejo morado de la ventana el desequilibrio de un pájaro que se estrelló en los cristales, cualquier vencejo que llevara en el ala la desorientación de su destino, la soledad como malsano avatar de un trabajador que labra ensimismado y a nadie atiende ni con nadie convive, pero el que vino a cobrar un amor y una muerte pudo hacerlo de muy lejos, vaya usted a saber, una deuda la tiene cualquiera y también un amor secreto o vergonzoso o taimado y espurio, pasional en cualquier caso, se dijo el comisario cuando bajó las escaleras de la pensión y se dispuso a desayunar, el hilo no tendría la protuberancia de las venas pero sí el sentido de lo que la sangre inocula en los sentimientos, habría un amoroso recado en un baúl del muerto, un papel nada expresivo, cuatro palabras de angustia y espera que podrían corresponderse con el tiempo en que el muerto hizo el servicio militar en un cuartel de Ordial, las recordó Morga una vez más cuando ya el tumor era el dueño de su bajo vientre, cuatro años después de aquel suceso, y en la crisis del sufrimiento, antes de que lo sedaran, reconstruía el camino del cuchillo en la ingle, como si la herida se suturara con la piedad del asesino y él clamase por el espanto de la misma incisión, rogando porque el índice del secretario no indicara el lecho del sanatorio en que iba a fallecer.
El comisario percibió en la herida inguinal del muerto una incisión que reventaba aquellos hilos venosos más íntimos, también más blancos y menos bifurcados
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