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Reportaje:'sticky fingers' | el tiovivo

Televisores

En marzo de 1973, en la ciudad francesa de Nantes, el legendario cantante Robert Plant arrojó un televisor por la ventana de su habitación de hotel. Aquel gesto iracundo, que tenía un innegable punto festivo, era una costumbre, y un vistoso espectáculo, durante los meses en que Led Zeppelin, su grupo, estaba de gira. Se trataba de un pronto que le entraba exclusivamente en los hoteles y que nunca se le ocurría reproducir cuando estaba en casa, con su propio televisor. Esta fecha específica ha quedado marcada en su turbulento historial, por la desproporción que había entre el televisor que salió volando por la ventana, y la ausencia de dos gotas de leche para el té de las cinco, que lo había hecho enfurecer. Arrojar un televisor por la ventana de un hotel tiene su gracia, es un acto que emparenta al cantante con aquel personaje furibundo de Luis Buñuel, que va tirando por la ventana un pino en llamas, un arzobispo gordo, un instrumento de labranza y una jirafa.

Axl Rose, el indomable cantante de Guns & Roses, solía aventar el teléfono de la habitación de hotel donde se hospedaba, pero su acto era poco espontáneo y además tenía un aura homicida, pues apuntaba el aparato hacia el tumulto de fanáticos que lo aclamaba debajo de su ventana. En cambio, lo de Robert Plant era otra cosa, era una especie de superstición, un ritual, cuyo detonador era siempre un cabreo, que repercutía en el desempeño que tendría Led Zeppelin arriba del escenario; los conciertos memorables de esta banda siempre contaron con el fundamento esotérico de uno de sus tiros inspirados, y enérgicos, que habían mandado el televisor edificio abajo, sin tocar el marco de la ventana. El aterrizaje era otra historia, los televisores de Plant caían aleatoriamente en la piscina, encima de una tumbona, en el capó de un automóvil o en mitad de la acera, ante la incredulidad y el pánico de los paseantes. Peter Grant, el sufrido representante de Led Zeppelin, que en esos años era la banda de rock más salvaje del mundo, acudía puntualmente a la recepción del hotel para saldar la cuenta de los televisores que había arrojado su cantante. También pagaba las puertas, las moquetas y los retretes que arrancaban entre todos, pero ése es otro capítulo que tiene más que ver con la demolición que con la superstición.

Ese día de marzo de 1973, el gerente del hotel confesó a Peter Grant, cuando pagaba el televisor que acababa de arrojar el cantante, que siempre había soñado con ejecutar un acto así, así de festivo, furioso e iracundo. Grant, que a pesar de su facha de bribón era un perfecto gentleman, abonó el precio de otro televisor en su cuenta e invitó al gerente a subir a una habitación, para que hiciera realidad su sueño.

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