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Crónica:PEKÍN 2008 | Estreno de oro
Crónica
Texto informativo con interpretación

Un asturiano reina en la Gran Muralla

Samuel Sánchez consigue la primera medalla de oro para España al rematar espectacularmente un gran trabajo de equipo

Carlos Arribas

Y allí, al pie de la Gran Muralla, de sus milenarios escalones de piedra tallada, en la calima, entre el ruido de abrazos, suspiros, lágrimas, estruendosas, verbeneras y taurinas, alegres, las notas inconfundibles del España cañí atronaron el ambiente. Las docenas de espectadores chinos que llenaban el tablado, un pañuelo de tela en la mano contra la mejilla envolviendo cubitos de hielo para combatir el calor, agobiante, y la humedad (90%), asfixiante, miraban atolondrados sin saber qué pensar, sin saber qué pasaba. Y en el centro de la escena, en la cinta de asfalto que serpentea entre montañas y piedras, un ciclista atónito. Las manos en la cabeza, Samuel Sánchez mira al mundo alucinado, como preguntándose ¿qué he hecho?

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"Sólo cuando vi la medalla de oro colgando de mi cuello empecé a darme cuenta", contaría luego el ciclista asturiano, uno más para el santoral del ciclismo español. Pero ni siquiera entonces era muy consciente de lo que significaba ser el primer deportista español campeón olímpico en los Juegos que deben ser los Juegos de oro, el primer ciclista español campeón olímpico de fondo en carretera, el rematador a gol del trabajo y el sacrificio de cuatro campeones más -de dos ganadores de Tour, Carlos Sastre y Alberto Contador; de un triple campeón del mundo, Óscar Freire; de Alejandro Valverde, a quien llaman el imbatido- dirigidos desde el coche por Paco Antequera. Lo que significaba hallar la redención después de dos Mundiales, el de Salzburgo, en que acabó cuarto, y el de Stuttgart, en los que también estuvo ahí en los momentos decisivos, en los que dudó: "Sí, ya, sé. Me ha dicho Sastre que tardaré en aterrizar".

Eso lo dijo después de las lágrimas en el podio, acompasadas por el más solemne himno nacional, la mirada furtiva al cielo, acordándose de su madre muerta, de su abuela, que le cuidó después, el guaje de Oviedo que quería ser ciclista y que se iba a Bilbao a intentarlo. Pero también entonces lo que le pedía el cuerpo era seguir en su mundo, regresar a su momento, recordar los últimos 250 metros, el esprint feroz y desesperado que cerró una carrera de 245 kilómetros. El recuerdo de un orgasmo: "Bajé piñones, tracatracatraca, sin atascarme, cerré los ojos, respiré hondo, a muerte y a por todas". Pegado a la valla, avanza y desborda. Rebellin, en el centro, cede; Cancellara, inmenso, no termina de remontar; los demás, los otros tres que completaban la media docena de corredores que se jugaron la victoria, Kolobnev, Andy Schleck, Rogers, ya no existían.

"Hemos jugado al despiste", resumió Valverde, consciente de que, si Samuel no hubiera pedaleado al final con la fe de un carbonero, él habría sido el gran derrotado. Pero Valverde no estaba en la última selección de una carrera que se corrió al ritmo marcado por Sastre, al contrabajo, al frente del quinteto de cuerda español. Los italianos, la pareja de baile, siempre entraron con el pie cambiado. Les fue mal el primer movimiento, el de la fuga en la autopista, cuando las montañas eran sólo una presencia adivinada tras la niebla del fondo. En la escapada de 24 entró un italiano, Bruseghin, y un español también, Sastre, quien se encargaba de reavivar la llama cuando aquello se ponía mortecino. Y como estaba el peligroso Kirchen, y como Sastre no dejaba que decayera una ventaja de cinco minutos, finalmente, Italia cedió, entró al juego, mandó tirar a los suyos desde el pelotón. Terminada la fuga, el segundo movimiento fue un monólogo. Los cuatro españoles -Freire, con problemas estomacales ya se había retirado-, encabezados por Sastre y Contador, espléndidos en el papel de mulas laboriosas -Sastre parecía a la vez Voigt y Cancellara, aquellos dos colosos del CSC que tan bien le trabajaron en el Tour-, pusieron al pelotón en fila en la penúltima vuelta. "Endurecimos un poco la cosa. Les hicimos sufrir", dijo el abulense. Y así, sufriendo, entraron en la última vuelta, el último movimiento, engaño y triunfo. Entraron con Bettini, el solista italiano, acelerando ya en la línea; con Valverde, una mosca, pegado a su rueda, sin dejarle respirar. Era el juego de parejas: Bettini, el campeón con los aros aún grabados en su casco, con Valverde; Rebellin, quien 16 años después de Barcelona, el día que cumplía 37, disfrutaba de una segunda oportunidad olímpica, con Samuel. Entre el pequeño de los Schleck y Cadel Evans, los derrotados del Tour, forzaron la ruptura. Valverde y Bettini, mutuamente anulados, no estaban; sí Rebellin y Samuel. Se fueron con Schleck. "Y yo ya pensaba que tenía una chapa segura. Y era feliz. Ya cumplía", dijo el asturiano, de 30 años. Y, aunque después les alcanzaría el prodigioso Cancellara, con otros dos a rueda, ni siquiera entonces dudó Samuel: "Sabía que llegarían muertos. Y que ya no me valdría cualquier chapa, que quizás el oro... Y a 250 metros bajé piñones...". "Oye", volvió a recordarle Valverde, "que has ganado no una medalla, que has ganado el oro".

Samuel Sánchez, a la izquierda, acelera para ganar el oro olímpico por delante de Rebellin y Cancellara.
Samuel Sánchez, a la izquierda, acelera para ganar el oro olímpico por delante de Rebellin y Cancellara.EFE

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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