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Columna
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Ser normal

Ser normal, como todo el mundo. Tener una vida normal, un cuerpo normal. Ése parece ser uno de los deseos más extendidos. Sólo unas pocas personas pretenden ser raras, diferentes o extraordinarias, asumiendo el precio social que eso conlleva. La mimetización con el común de las gentes genera seguridad, la tranquilidad de que uno va a ser aceptado, aprobado. Y esa mimetización pasa en primer lugar por la apariencia física, esa apariencia que la evolución de la cirugía plástica ha hecho más radicalmente moldeable que nunca.

"Quería llamar menos la atención", explicaba un joven ecuatoriano desde las páginas de este periódico, recién operada la nariz que le "marcaba mucho los rasgos incas". La noticia informaba de que ese tipo de intervenciones para limar facciones étnicamente significativas va en aumento también en nuestro país. No se trata de un fenómeno nuevo. Desde la aparición de la cirugía estética a fines del siglo XIX, siempre ha habido individuos -en gran parte, inmigrantes- que la han buscado para minimizar o eliminar signos físicos que consideran que los marcan como "Otros". Hacia 1880, un cirujano de Nueva York ya operaba a los inmigrantes irlandeses su característica nariz chata, que se consideraba degenerada, signo de inferioridad y servilismo. Unos años más tarde, otro cirujano alemán creó el primer procedimiento para reducir el tamaño y cambiar la forma de la nariz judía. En las décadas posteriores de feroz antisemitismo, esa operación sería efectuada a miles de judíos en todo Occidente.

Podemos preguntarnos si los parámetros de belleza y de "normalidad estética" se están globalizando

Antes de terminar el siglo XIX, otro cirujano japonés introdujo un procedimiento para crear un doble párpado que se pareciera al del ojo occidental. Desde entonces, la cirugía del párpado, que agranda el tamaño de los ojos, ha sido la más demandada en todo el ámbito oriental. En muchos de esos países, así como en la comunidad asiático-americana de Estados Unidos, es hoy en día un regalo habitual de los padres a sus hijos para celebrar el final de los estudios.

La cirugía plástica encaminada a lograr cierta "invisibilidad étnica" suele producir un mayor desasosiego que la meramente "estética", la que practican fundamentalmente las mujeres blancas en busca, se supone, de la belleza. (He dicho "se supone" porque los estudios que incluyen entrevistas a decenas de mujeres operadas muestran que la mayoría sólo desea tener "una cara normal, agradable", deshaciéndose del rasgo que supuestamente la afea o deforma.) Pero hay aún otras prácticas quirúrgicas, menos conocidas, que crean una mayor inquietud ética. Me refiero a la cirugía facial para las personas con síndrome de Down. Las primeras operaciones se registraron en Estados Unidos en los años sesenta y desde entonces se extendieron por varios países de Europa. Se consigue así disimular los signos externos del trastorno genético, sin mejorar, por supuesto, los internos. Se les da una "apariencia normal", ¿y para qué?

Podemos preguntarnos si los parámetros de belleza y de "normalidad estética" se están globalizando. Podemos preguntarnos cuáles han de ser los límites éticos de las enormes posibilidades técnicas de re-construcción del propio cuerpo (y en gran medida, de la propia identidad). Pero, ¿la pregunta más difícil no es, acaso, la de por qué queremos un mundo en el que los signos de discapacidad, de vejez, de diferencia física o étnica tienen que esconderse?

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