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ficciones

PISCINA EN PROPIEDAD

l vecino de enfrente se lo llevaron en camilla dando botes por las escaleras y sin que parara de vociferar. Ya lo había intentado varias veces, pero es que hay quien no ceja, y a éste el calor debió fundirle el juicio. O los plomos, o lo que tuviera en la cabeza para pensar. Se llamaba Serenín y era economista, según decía, tal vez porque economizase hasta el aliento. Un rácano para entendernos, un ganguero con avaricia, uno de esos personajes miserables que gracias a la especulación han amasado una fortuna desde la que miran con desprecio a los demás. No es una leyenda urbana lo que cuento. Ni tan siquiera un relato inventado de esos que sacan en los periódicos durante agosto para entretener. Nos sucedió el año pasado al mudarnos de piso a uno con piscina para que las niñas pudieran nadar.

Nadie sabía nunca si estaba o no estaba, si entraba o si salía, si andaba muerto en vida o era que aguantaba la respiración. Sólo le delataba el loro que su mujer tenía cautivo

A Serenín se lo llevaron dando gritos; que si lo que quieren es robarme, que si hatajo de sinvergüenzas; la saliva le salía en espumarajos por las narices, vaya que sí, que mi hija mayor le vio, ahí revolviéndose entre las cinchas pese al rigor del paralís, mientras le metían en la ambulancia para llevárselo al cotolengo o adonde fuese, que me da igual. Digo yo que ya le podían haber sedado a jeringazos para ahorrarles a los niños del parque el espectáculo de sus gruñidos, aunque se lo pasaron todos de miedo oyéndole las barbaridades que soltaba, que si perros, que si cerdos, que si hijos de Satanás.

Por lo visto ya lo había intentado varias veces. La primera fue con el garaje. Agarró un bote de pintura y una brocha gorda, se fue a su plaza y la amplió de lindes por la cara. Tardaron meses en pedirle explicaciones, pero nadie movió un dedo cuando él, desafiante, argumentó que la plaza de su propiedad estaba mal medida y que, con arreglo a las escrituras de la casa, aquella que había pintado era la cabida correspondiente. Todo lo suyo era su propiedad, hasta su casa, que en vez de ser su casa, era también su propiedad. Un sujeto con ínfulas de propietario este Serenín; un ganguero de tomo y lomo crecido de fanfarrón. Salía de noche al jardín, cuando el portero ya había sacado la basura, y husmeaba como rata con bigotes el estado de la finca, yendo de desperfecto en desperfecto, inventariando fallos, auditando la mugre para luego ir con la queja al administrador; que si esto, que si lo otro, que adónde vamos a ir a parar si los vecinos gustan en descuidar la propiedad.

Las persianas las tenía siempre echadas como si nadie hubiera dentro, pero al salir al descansillo se oía el desplazar sigiloso de la mirilla y el sonido del ojo puesto en ella, fisgando a discreción. Nadie sabía nunca si estaba o si no estaba, si entraba o si salía, si andaba muerto en vida o era que aguantaba la respiración. Sólo le delataba el loro que su mujer tenía cautivo, que desde la jaula pedía socorro en seis idiomas y en alemán. Se le oía por el patio al pobrecito las noches de calor, pero cualquiera se atrevía a rescatarlo, porque la mujer era aún peor que el marido: una bruja de las de escoba voladora y apetito voraz.

En la casa se comentaba que Serenín había sido subastero y que a fuerza de comprar barato en los juzgados y vender caro en los mercados se había apretado esa fortuna de la que él alardeaba, pero para mí que era mentira y que su secreto consistía en no respirar por no gastar; de otra manera no se entiende tal mezquindad de carne y hueso. Un miserable en toda regla, ya te digo, lo más parecido al Mr. Burns de Los Simpson; un Ebezener Scrooge sólo que sin cuento de Navidad. No. El suyo fue cuento de verano; ¡Pues vaya la que se armó con la piscina! Los vecinos no daban crédito, y hasta alguno llegó a plantearse que a lo mejor tenía razón. Pusilánimes los hay en todas partes, que Dios lo quiso así.

Pero antes fue lo del vestíbulo del ascensor. Cuando nosotros nos mudamos ya andaban de juicios. Los abogados es que todo lo enredan, meros tábanos que chupan de la herida. A Serenín le dio por sostener que el descansillo del ascensor era también de su propiedad y puso cerradura a la puerta que daba a la escalera, de forma que ya sólo podía usarse el montacargas. No podemos hacer nada, me dijo el presidente. La cosa anda en pleitos. Parece que tiene derechos, que la policía le dijo de cerrar el descansillo para precaverse de los robos. Mantiene que está en su ley y que al que toque la cerradura le mete una querella por allanamiento. No sé, a lo mejor tiene razón, así que lo mejor es no moverlo hasta que el juez dictamine.

Serenín debía saberse bien el mecanismo de los juzgados; para cuando ganéis yo me habré muerto, fanfarroneaba en las juntas, y es que viejo sí que era, aunque no tanto como para no sobrevivirle a un pleito su par de años más. A mí me daba pena el loro, todas las noches lamentándose como cristiana en torre mora. A veces, de madrugada, cantaba canciones melancólicas con una vocecita dulce que parecía de niño o de capado. A mis hijas les asustaba oírle. ¿Y si en vez de pájaro es ánima en pena? Querían que llamase a la asociación protectora de animales. ¿Pero qué iba yo a decirles? Oigan, que mi vecino de enfrente tiene cautivo a un loro.

Total, que por fin llegó el verano y con él la temporada de piscina. Mis hijas estaban contentas de poder nadar a todas horas, lo que más les gusta en esta vida, que parecen delfines, pero no pudo ser. Serenín bajó provisto de banda de plástico para marcar con ella una franja del jardín que incluía la mitad de la piscina. Esta propiedad me corresponde del pro indiviso, amenazó, y que nadie la traspase que aviso a la policía sin preguntar. Para mantener la cinta sobre el agua puso una boyitas a rayas rojas sacadas, supongo, de algún desguace naval. También colocó una silla de las de plástico de bares y encima encaramó al loro para que le vigilase la propiedad. Algunos vecinos sostuvieron que a lo mejor Serenín tenía derecho, pues andaba bien asesorado de abogados. Aquello fue la gota. El del sexto izquierda, que tiende a bruto, no lo pudo soportar y subió por su cuenta para protestarle a la cara. No sé qué pasaría cuando le abrió la puerta, pero el caso es que le dejó puesto un buen crochet, hasta el punto de que a Serenín le entró la apoplejía y fue cuando vino la ambulancia y se lo llevaron chillando por la escalera. Al loro le liberamos de la jaula y nos dio las gracias en alemán. Pobre animal, las que hubo de pasar. Mis hijas se pusieron muy contentas, pero el pájaro salió volando y ya no miró atrás.

MAX HIERRO

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