PEQUEÑO MUNDO ANTIGUO
Mi familia era entonces muy grande, muy importante, muy contante y sonante, y tanto que por aquel entonces yo vivía convencido de que la ciudad de Lima, enterita o casi, algo tenía que ver con ella, y que, después de ella, pues el diluvio. Y la GCU -gente como uno- veraneaba en su mayor parte en el para mí atávico balneario de La Punta, aunque preocupantemente incrustado ya en los años cuarenta por toscos italianos provenientes de la Liguria. Súper deshonesto era, por ejemplo, el ligur Canatta, cuya horrible mansión amanecía a menudo rodeada por la policía. El mafioso había envenenado, una vez más, con su atroz champán Canatta, a un matrimonio entero, novios incluidos.
-Estos ligures terminarán con la decencia de nuestros veraneos -maldecía mi abuelo, patriarcalmente.
LA RELIQUIA QUE EMPEZABA A SER MI ABUELO HACÍA SU SOLITARIA APARICIÓN A LAS DOCE EN PUNTO, DEMASIADO FLACO PARA SER REAL, MUY ENVUELTO EN UN ALBORNOZ A RAYAS AZULES Y BLANCAS
-No es para tanto, don Francisco -le decía el sastre Arana, que era su sastre y residente anual de La Punta, o sea gente menos que uno, aunque el sastre Arana era una excepción a esta regla, ya que no era ligur sino vasco, y un vasco es siempre un señor, aunque se trate tan sólo de un sastre y sus ingresos lo obliguen a soportar los rigores del tan triste y largo invierno de La Punta.
-Con un ligur no se debe tener paciencia, señor Arana. Se le van a uno hasta el codo en un abrir y cerrar de ojos, concluyó mi abuelo, corriendo enseguida a su enciclopedia para enterarse dónde diablos quedaba y más o menos cómo era la maldita Liguria.
Pero año tras año continuamos partiendo a La Punta, cada mes de enero y, al menos para mis abuelos maternos y para mí, los veraneos en aquella estrechísima península de 7.000 u 8.000 habitantes, desde siempre, estaban destinados a durar eternamente. Extraño mundo aquel, en que en las noches de mar brava uno podía escuchar el ruido del mar paseándose por las calles, viniendo por el solariego malecón Figueredo, llamado también Cantola'o, y atravesando con un zumbido reptil y helado, íntegra La Punta, hasta desembocar tímidamente en la menos señorial playa de La Arenilla, donde sin embargo se súper enseñoreaba, realmente gigantesca y tal vez dantesca, la casa del Árabe, con frescos y más frescos por cuanta ventana se abriera, y éstas eran millones.
Los muelles abundaban en el malecón señorial, no en el otro, un lugar en que yo tenía terminantemente prohibido poner los pies, a no ser que me acompañara el señor Cueva, el guardaespaldas que el abuelo contrataba desde el día de nuestra llegada a La Punta, con el camión de mudanzas del banco familiar, conducido, cómo no, por el también familiar señor Santa Cruz, de raza negra, de la misma manera en que la costurera era de raza china y la institutriz alemana de raza muy blanca y Brahim, el chófer de mi abuelo, de raza árabe, yo no sé si para que mis hermanos y yo aprendiéramos a convivir con la población del mundo entero o para que desde niños adquiriéramos la convicción de que el mundo y sus gentes estaban a nuestros pies. Aunque allá en el Balneario de La Punta, desde el día 2 de enero en que nos instalábamos en la absurda casona estilo tudor, oscura siempre por dentro, en fin, todo menos una casa de playa, hasta el 31 de marzo, en que regresábamos a Lima y a clases, yo no cesaba de constatar ciertos desequilibrios -sí, los llamaré así-, como que la casona de mi abuelo cabía sobradamente en el jardín del ligur Canatta, envenenador de gentes, si los hay, o, lo que es mucho peor, que cabía también y nada menos que en la piscina de los mil y un hijos del Árabe -"frutos de harem", escuché decir un día-, ya que en la de aquel jeque de Arabia cabrían unas setenta casonas de mi abuelo.
Las familias del malecón Figueredo tenían sus glorietas para el té y también para sentarse ahí a saborear un aperitivo, después del matinal baño de mar en aquellas aguas tan frías, o de regreso de su excursión en alguna de las pocas lanchas Riva que había por entonces en el Perú. Y en medio de aquel regimentado y pequeño mundo antiguo, la reliquia que empezaba a ser mi abuelo hacía su solitaria aparición a las doce en punto, cada mañana, demasiado flaco para ser real, muy envuelto en un albornoz a rayas azules y blancas. La gente callaba al verlo llegar y yo lo adoraba desde alguna glorieta, lo quería y lo admiraba tanto cuando, además, con su estilo único al nadar -el brazo izquierdo cual timón, el derecho entre remo y brazo nadador, y la gran nariz aguileña perfecta en la línea de flotación- llegaba hasta el Grau y el Bolognesi, barcos principales de la armada, era saludado por la alborotada marinería, regresaba a la playa más aguileño y flaco y como azulado que nunca, y a cualquier invitación que se le hiciera entonces, desde alguna glorieta, respondía siempre:
-Mil gracias, pero ahora me corresponde ir a mirar unos cuantos culos.
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