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Columna
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Ni ojo por ojo ni lengua por lengua

Cuando Nelson Mandela (cuyo nonagésimo aniversario se acaba de celebrar) salió de la mazmorra después de varias décadas para convertirse en el primer presidente negro de la historia de Africa, utilizó una parábola mucho más pragmática que la tan cacareada del autoproclamado Rey de los Judíos. Éste había dicho: si te dan una bofetada en un carrillo, pon el otro, lo que ya era un adelanto en relación con el precepto del Antiguo Testamento: ojo por ojo, diente por diente. Mandela, no: durante el dominio de los boers, los negros habían sufrido, además del apartheid, toda clase de vejaciones, torturas, asesinatos y otras barbaridades. Lo primero que Mandela advirtió a sus ciudadanos fue: aplicando la ley del ojo por ojo, todo el país quedará ciego. Incluso el primer ministro de Mandela fue un blanco, y así no hubo venganza alguna en Suráfrica.

El bilingüismo infantil me facilitó aprender francés, así como italiano, inglés y ruso

Entre introito sirve para abordar el tema del Manifiesto provocador. Si los bilingües nacionales aplicamos el principio de lengua por lengua; si como toros ciegos embestimos como pretende el manipulador de la muleta, corremos el peligro de quedar todos tartamudos, y las lenguas de Cervantes y Rosalía, igualmente magulladas.

Yo nací en Vilalba, como sabe todo el que me conoce (bastante lo pregono), de un padre labriego y una madre dedicada a sus labores. A los 16 años, él emigró a Cuba donde estuvo hasta los 24, leyó mucho (Blasco-Ibáñez, Cirilo Villaverde y más tarde Valle-Inclán); se convirtió jefe de claqué del teatro Nacional, sólo con el propósito de asistir gratis a las representaciones de óperas y zarzuelas, para regresar con un buen bagaje cultural, autodidacta y arruinado, porque todo lo gastara en mulatas. Se casó. Él y su vilalbesa se entendían en gallego, y a los seis hijos que fuimos saliendo nos hablaban en castellano, porque era más fino y el gallego estaba bien para los aldeanos. Curioso: nuestros padres hablaban entre ellos en gallego, a sus hijos en castellano, y nosotros, también en castellano, incluso Xosé hasta que, bastante mayorcito y ensotanado, renació gallego y luego enseñó nuestro idioma a medio Compostela en el Liceo Rosalía Castro. En la escuela nos prohibían el gallego, que yo aprendía con mis amigos, la mayoría de ellos de origen más modesto que nosotros; con los seminaristas, numerosos en el pueblo, y con los ganaderos que vivían o pasaban por la Fonda Chao.

Llegué a París a los 24 años con una beca. Cando se me agotó, no sabía cómo sobrevivir. Barrí escaleras, di clases de piano, de español... e incluso dos de ruso; la tercera se la pasé para siempre a una soviética de verdad, porque el alumno ya sabía tanto como yo. De pronto descubrí un anuncio en el diario Le Figaro: en Radio Francia buscaban un colaborador que supiera música (yo era pianista), español y portugués. Me presenté. Me examinaron de las tres disciplinas, y a la de portugués contesté en gallego. Aprobado, con un contrato que duró hasta mi jubilación.

Entretanto remocé las emisiones en español, y creé las de gallego y de portugués para Brasil. Eso explica que ahora me considere por lo menos trilingüe (hablo y escribo gallego, castellano, y francés). El bilingüismo infantil me facilitó su aprendizaje, así como el inglés, italiano y ruso, éste por afinidades ideológicas. Cuando se produjo la escision entre la URSS y Pekín, la verdad es que con el chino no me atreví, además de que no estaba muy convencido de adentrarme por tal sendero.

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