El australiano naïf
Cadel Evans, una mezcla de tres culturas, pierde su segundo Tour en la contrarreloj y pasa por ser el más raro del pelotón
"Estoy en medio de una tragedia, acabo de perder el tren en Lyón y no sé ni cómo ni a qué hora llegaré". Es jueves y son las tres de la tarde. Chiara, la esposa de Cadel Evans, lanza improperios contra los ferrocarriles franceses sin perder el sentido del humor, y eso que lleva 14 horas viajando. "Casi mejor que me lo pierda. Así no me estreso, que estoy ya de los nervios", continúa. Quizá fuera una señal eso de no llegar a tiempo. Porque ayer la tragedia para Evans fue aún más grande: perdió su segundo Tour en una contrarreloj en el día en que todos esperaban que demostrara algo. "Ataca sólo cuando ve que uno de sus rivales está en dificultad", dicen en el pelotón.
Ni rastro de ataques. Evans acabó sentado en una silla, secándose el sudor con una toalla blanca y azul, en la entrada de la estancia del control antidopaje. Acabó resoplando una y otra vez, resignado delante de su madre con cara de "bufff, así han ido las cosas" y buscando los abrazos de su mujer. Peor escenario para el romanticismo no podría haber encontrado, ya que el camión en el que se hacen los controles estaba aparcado en un césped del que salía un insoportable olor a caca de perro. "He rodado bien, pero los rivales han estado increíbles", explicó. "Da igual. El año que viene lo volverás a intentar", le animó Chiara con una enorme sonrisa. Más que desanimado, el australiano estaba muerto de cansancio. Ésa fue la sensación que dio desde que bajó de la pasarela de Cerilly en la salida.
Tres, dos, uno..., se escuchaban los sonidos del cronómetro y parecía que se iba a comer el mundo con su abrir y cerrar de boca, que iba a morder cualquier cosa que se le cruzara por el camino. Pero no pudo ni con los mosquitos. Y eso que la noche anterior se le vio tranquilo. Salió del hotel y esperó a Roberto Damiani, su director, para echar un ojo a los últimos detalles de la contrarreloj. Y eso que para no desgastar ni una sola energía decidió alquilarse un piso en Cerilly sólo para el día de ayer. Hizo rodillo bajo la mirada de su guardaespaldas, comió y se echó la siesta pasando del autocar del equipo.
Quizá sea sólo una de las manías que tiene. "Todo el mundo le ve un poco naïf. Pero es naïf a su manera. No lo hace a propósito. Es una mezcla de tres culturas: nació en Australia, vive tres meses allí y nueve en Suiza y tiene mujer italiana. Por eso parece un tipo extraño", comenta Dario Cioni, compañero de equipo.
"Charla con todos, pero no se enrolla mucho. Es muy raro. A veces, te suelta unos comentarios que no sabes a qué vienen. Cuesta entenderle", bromea Juan Antonio Flecha, el más hablador del pelotón.
Mientras los demás ciclistas destacan su rareza, en su entorno le califican como un chico muy simple. Hasta en la comida. "Le hemos visto comer lasañas sólo una vez al año", se ríe Cioni.
"Va de duro, pero no lo es. Tiene mala leche con la gente porque, como no aguanta la presión, es su única forma de protegerse", apunta Chiara, diplomada en música. "Pero es detallista. Todas las mañanas baja a la panadería a comprarme el cruasán y el año pasado, cuando volvimos de las vacaciones, me encontré un piano en casa. Era su regalo de cumpleaños. No me enteré de nada. Se apañó con la vecina". Dice que, cuando se pone a tocar, los vecinos le piden a Cadel que abra las ventanas y él hasta lleva en su iPod algunas canciones de ella.
Todo eso fue el viernes, la víspera de la contrarreloj, cuando en el autocar del Silence se respiraba optimismo. "¿Que Sastre ha dicho que espera que el recorrido sea más duro de lo que se dice? Pues que lo sea. Nosotros estamos confiados, aunque con 30 segundos menos de diferencia estaríamos más tranquilos", decía Damiani. Ni esos 30 segundos le habrían bastado a Evans, al que en 2007 le separaron 23 de Alberto Contador y ahora 65 de Sastre.
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