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Columna
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Nostalgia católica

Estará más flojo el verano que otros años, turísticamente hablando, pero las familias con niño se notan ya en los establecimientos hosteleros. La temporada de calor siempre ha favorecido la práctica de idiomas en la región, y estos días oigo mucho parloteo infantil, lo que los italianos llaman bambinese, el habla del bambino, y los ingleses baby talk, aunque lo usan fundamentalmente los adultos para dirigirse a los niños. Es una lengua que tiene sus rasgos e incluso sus estrategias retóricas peculiares: simplificación fonética, léxica y sintáctica, repetición obsesiva de alguna palabra que el hablante le haya oído al interlocutor, es decir, al bebé. Oyendo hablar así a sus padres, los niños deducen inmediatamente que los adultos son idiotas.

Impacientes por la insensatez de sus mayores, los niños pierden la paciencia y arman verdaderos zafarranchos. Ayer mismo tuve en un bar una visión de película splatter, esas de salpicaduras de sangre tipo Viernes 13: un niño de unos dos años golpeaba con un martillo de plástico y todas sus mínimas fuerzas la cabeza del padre, que charlaba imperturbable con los amigos y bebía cerveza. Otros chiquillos más suaves corren y gritan y derriban sillas. Los clientes se dividen en tres: los que maldicen a los niños, los que condenan a los padres por no haber educado a sus hijos y no hacerles el menor caso. Y hay también testigos más ecuánimes, que maldicen a los niños y a los padres por igual.

La moda educativa es la pedagogía de la negociación, que practican los padres que parecen más razonables. En un lugar entre Granada y Málaga, en la costa, soy testigo involuntario de la negociación entre un padre y un hijo de tres años, que se levanta impaciente a ver un pulpo, pasa un coche por la vitrina de gambas y otros cadáveres exquisitos, y grita. ¿No les enseñan ya a los niños el dominio de la propia voz? Después de una amenaza de azote en el culo, se le ofreció al niño un helado a cambio de que se comiera un boquerón. El niño reclamó el helado. Se le explicó que sería el premio, si se sentaba y comía. Se le explicó que no se le obligaba a nada.

Entre Málaga y Cádiz un psicólogo escolar me explicó hace meses el caso de un terrible gamberro de cinco años que tenía revolucionada su clase y su colegio y amenazaba con mandar a la maestra a una clínica de reposo. Se negoció con el monstruo en el gabinete de psicología. Se le ofreció un chicle cada día que mantuviera la tranquilidad. El precoz hombre de negocios exigió un paquete de cinco chicles. Después de tensas y difíciles conversaciones, el pacto quedó en dos chicles más la entrega de un chicle como señal del acuerdo. Redactó el psicólogo un contrato que le fue leído al niño. Al niño le dio un ataque de risa mientras hacía el papel una bola, lo lanzaba al aire y masticaba chicle con entusiasmo.

Una verdadera negociación presupone la autonomía moral de los interlocutores, y no sé yo si los niños chicos no son demasiado egocéntricos, demasiado dependientes de sus deseos más inmediatos. Si se aplicara sistemáticamente el sistema del chicle del psicólogo, dentro de unos años todos los ciudadanos serían extraordinariamente venales, dispuestos a venderse por obtener algún rápido beneficio. Eso pensé, pero me equivocaba: no es que la realidad imite a la pedagogía, sino que la pedagogía se ajusta a la realidad. Lo demuestra la economía de la zona, esa alianza de tratantes, políticos, intermediarios y jurisconsultos.

Así que en el restaurante me vino una ráfaga inesperada de nostalgia infantil, católica, de cuando uno aprendía a honrar a su padre y a su madre porque sí, porque estaba en los mandamientos, sin necesidad de chicle ni helado. Seguramente uno se portaba bien para que se portaran bien con él, pero por afecto compartido. (Y no me digáis que, en el fondo, uno es afectuoso por razones prácticas.)

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