Burbujas para todos
La tarde del pasado domingo discurría apaciblemente aunque un poco calurosa. A las 20.00 horas (poco habitual para un concierto, aún con la luz del sol marcando su ley) los turistas se agolpaban ya alrededor de la fuente mágica en Montjuïc para asistir a las primeras exhibiciones del atractivo turístico barcelonés. Lo normal para un domingo veraniego.
Lo que ya no era tan normal es que muy cerca de allí, en el interior del Poble Espanyol, se había creado una especie de burbuja ajena a todo lo que la rodeaba. La plaza Mayor del otro atractivo turístico de la montaña se había trasladado a un mundo muy diferente. O, mejor dicho, ya que la plaza seguía allí, sus ocupantes eran los que se habían transportado a un mundo mágico por obra y gracia de un buen puñado de canciones que repartía con su sobriedad y cercanía habituales Loreena McKennitt (Morden, Manitoba, 1957).
El Poble Espanyol se llenó, a pesar del día y de la hora, demostrando que la cantante canadiense sigue teniendo un muy buen tirón en la ciudad. Y ella no defraudó cuando extendió sobre el escenario, suavemente, con delicadeza, ese mundo de fantasía que la ha convertido en un fenómeno tan aislado como reconfortante. Acompañada de un grupo de ocho músicos (repartidos entre instrumentos eléctricos y tradicionales) Loreena, desde su piano de cola, fue reconstruyendo su último trabajo musical, An ancient muse, sin olvidar algunos de sus grandes temas anteriores.
Música de raíces descaradamente celtas, muy anclada en la tierra (en una imaginaria tierra de nadie, de todos), pero que busca elevarse por encima de sus propias raíces gracias a todo tipo de influencias, siempre suaves pero que matizan cada canción. Temas que pueden ir desde la Ilíada, las Cruzadas o poemas románticos de Walter Scott hasta imágenes mucho más cotidianas, todo matizado por la voz de la cantante y pianista que las borda limando aristas convirtiéndolas en algo cercano, acariciante y con un cierto toque de misterio que las hace aún más atractivas. Loreena McKennitt volvió a convertir la música celta, sus iconos y sus misterios en algo muy íntimo, próximo para cada uno y, en consecuencia, pues, apto para todos los públicos.
Además, fue un concierto el suyo generoso, incluso hubo un poco acertado intermedio en el que el público, obligado a permanecer en la plaza (el resto de las instalaciones siguen siendo a esas horas para turistas), no sabía muy bien qué hacer. Suerte de ese estado reconfortante que se respiraba.
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