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LLAMADA EN ESPERA | ARTE
Columna
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El taller de Brancusi

Estrella de Diego

Nunca cansa el regreso del taller de Brancusi al Pompidou o, mejor dicho, la vuelta de la reconstrucción de la historia sobre aquel mítico atelier. Y sospecho que el motivo del interés no radica únicamente en la oportunidad afortunada para ver piezas memorables; ni radica siquiera en admirar en vivo lo visto tantas veces en foto -pocos estudios han tenido una cantidad tan abundante de reproducciones-. La cuestión es hasta más compleja que la mera pulsión fetichista de meter la nariz en casa ajena, por otra parte innegable, a raudales. Se trata más bien de un deseo cargado casi de melancolía: revivir lo fascinante del proceso del arte; ver de dentro, desde dentro, hacia dentro; mirar sobre todo durante, mientras tanto.

Ésa debió ser, entre otras, la razón última para el éxito de El sol del membrillo -exasperante- o hasta de uno de los más fabulosos testimonios a propósito del método de trabajo picassiano, El misterio Picasso, de Clouzot -si aún no la han visto, no pierdan un segundo: corran a verla-. En la película Picasso, que a muchos, con perdón, nos sigue intrigando pese a representar al "genio", concepto más que puesto en tela de juicio, muestra en directo su trazo firme, potente..., tanto, que es capaz de desdecirse al infinito. Un prodigio. Por esa misma razón gustan películas de consumo como La joven de la perla e incluso documentales míticos como el de Pollock, chamán que rueda Namuth, un experto en antropología y representaciones teatrales.

En el trasfondo de dicho interés surge, claro, una pregunta que continúa avivando las imaginaciones incluso después de tantas prácticas artísticas conceptualizantes o, dicho de otro modo, formulaciones que priman el proceso frente al producto. El otro proceso, el que el producto final del arte más tradicionalista sigue ocultando, apela a la curiosidad: qué rige, ordena, rodea, muesca, completa lo que se presenta como unidad compacta, la obra final. O, dicho de otro modo, qué hace a un artista un artista; cómo miran el mundo esos ojos privilegiados que descubren el mundo de una forma especial.

No dejamos de pensar en esos ojos de artista durante la visita a la Fundación Arp en Clamart, al lado de París. La casa está impregnada con las huellas de Sophie Taeuber y, abajo, a un lado del singular jardín exquisito, repleto de plantas aromáticas, se recortan tras los cristales del estudio las esculturas del marido, Jean Arp. Qué forma milagrosa de representar un tiempo que es espacio y donde todo ocurre. En el taller, el fetichista se sumerge en la frontera del acontecimiento e imagina el proceso de realizar lo que no consigue decirse y es sin tregua una aproximación torpe al nombrar; lo que acaba por convertirse en lo que algunos seguimos llamando obra de arte: intentos, acercamientos, bordear lo fundamental, rodearlo hasta que se aparece. Sí, eso era.

Me asomo desde la ventana de Clamart y robo los ojos a Taeuber, quien observa la maniobra de aproximación del esposo. Ojalá fuera, por un instante, dueña de esa mirada. Pero me conformo con tomar prestados esos ojos que ven más, pues son capaces de descifrar el laboratorio de sucesos que debe ser la creación. Me contento con el regalo que Angel Bados y la Fundación Jorge Oteiza acaban de hacernos, Oteiza. Laboratorio experimental, libro donde se nos desvela la fragilidad del taller del escultor vasco como territorio portentoso del entremedias. Nada es superfluo en este volumen: el repertorio de imágenes, las fotos del taller, los testimonios, el texto introductorio de Bados que, con sus ojos de artista, muestra a un Oteiza que de otro modo jamás hubiéramos intuido: "Su pirueta fantástica de lo poético", reflexiona.

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