Cultura del pastiche
"La verdad es que este tío mola", apunta la muchacha de las mechas color zanahoria. "Sí, pero ¿cuál de ellos?", aduce su acompañante mientras se muerde el labio inferior. La conversación, atrapada a vuelapluma a la entrada de La Riviera, refleja bien la idiosincrasia de Beck Hansen, hombre de naturaleza poliédrica al que la crítica mundial proclamó como uno de los geniecillos salvadores de la música popular durante la anodina década pasada y que ahora se conforma, afortunadamente, con hacer las mejores canciones posibles. Su octavo trabajo en estudio, Modern guilt, incluye, por fin, un buen puñado de ellas.
Una vez que Kurt Cobain decidió, lamentablemente, criar malvas, este californiano pasó a convertirse en el gran icono de la modernidad para los desconcertados años noventa. El éxito de Odelay (1996) fue tan rotundo, por innovador, que desde entonces le hemos visto demasiadas veces indagando en la cuadratura del círculo. Pero ese hombre menudo, de mofletes sonrosados y maneras apáticas que anoche hizo acto de presencia en Madrid parece ahora decidido a escribir estrofas y estribillos, una fórmula que había ignorado con cierta frecuencia. Y resulta que funciona: entre el público se descubrían unos cuantos rostros de tipos con toda la pinta de estar disfrutando como enanos.
BECK
Beck Hansen (voz, guitarras), Jessica Dobson (guitarras), Brian Lebarton (teclados, armónica), Bram Inscore (bajo), Scott McPherson (batería). Sala La Riviera. Madrid, 9 de julio. Casi lleno (2.000 espectadores).
Y eso que no era sencillo. Cierto que La Riviera no parece el mejor lugar para disfrutar de un concierto en buenas condiciones, pero a los músicos les convendría disponer de técnicos de sonido competentes si no quieren dilapidar sus comparecencias. La norma es extensiva para revolucionarios y conservadores, pero Beck se la saltó con arrogancia torera. Resultado: los acoples fueron constantes durante los primeros temas, pero ya casi al final, con la versión de esa primorosa maravilla (Everybody's gonna learn sometimes) que el californiano toma prestada de The dream academy, reaparecieron para ya no marcharse. Y aunque no estuvieran, el sonido era siempre tan embarullado como para sólo intuir que el inglés era la lengua vehicular.
Nos quedamos sin saber si a la chica de los destellos zanahoria le molaba el Beck que extrajo aprendizajes del hip-hop, el que jugaba a encarnar a un Prince querúbico, el antihéroe de Loser, el amigo de las sonoridades brasileñas o el que testimoniaba sus desbarajustes amorosos en los tiempos de Sea change. Pero desde que ha unido su destino al productor Modest Mouse, la mitad de Gnarls Barkley, Hansen tiene claro que no hay motivos para complicarse tanto la vida como en sus anteriores y muy espesas entregas, Güero (2005) y The information (2006). Anteayer cumplió 38 tacos y ya puede aplicarse a su tradicional corta-y-pega, a picotear sonidos de aquí y acullá, desde una perspectiva mucho más sosegada.
La cultura del pastiche hoy imperante es un signo de los tiempos que le debe mucho al autor de Modern guilt. Sus nuevas canciones resultarían seductoras si las hubiéramos podido escuchar, pero eso queda para mejor ocasión. Lástima: tanto Gamma ray como el tema central tienen todos los visos de convertirse en clásicos de su repertorio.
Beck llegaba, sin duda, con las mejores intenciones. Su arranque, con Devil's haircut, Loser, Nausea y The new pollution encadenadas casi sin tiempo para respirar, estaba llamado a sacudir los biorritmos. Los sacudió, sí, pero entre chirrido y chirrido no es lo mismo. Nuestro hombre no sólo había escogido sus piezas más electrizantes, sino que las subía sistemáticamente de revoluciones. En otra noche más propicia habría funcionado; ayer se quedó en un simple amago.
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