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Columna
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El partido

Me sentí muy solo. Las calles estaban vacías como si una epidemia de ébola hubiera acabado con toda la población y fuera yo el único ser humano portador de anticuerpos. No era la soledad plácida del noctámbulo que deambula de madrugada mientras baldean las calzadas, sino la insólita de un domingo de verano a esa hora en que la fresca saca a todo ser vivo de las casas.

Había algo de inquietante en la situación. La parálisis urbana contrastaba con el bullicio que rebosaba por las ventanas y la tensión que se adivinaba intramuros. La ciudad era como un gigantesco estadio cuyas gradas se repartieran por cada uno de sus habitáculos. Toda la población al unísono coreaba expresiones de emoción hasta conformar un solo grito que parecía capaz de agrietar las fachadas. Eran las nueve de la noche y yo no estaba viendo el partido, extravagancia que me convertía en un bicho raro.

Creo que la gente está en su derecho de pasarlo bien y poner la pasión donde le venga en gana
Hubo banderas nacionales en territorios tan poco habituales como el casco viejo de Bilbao

Al principio dudé de mí mismo. Igual no era bueno pasar del fútbol. Una cosa es que me importe un pimiento quién gane o pierda la Liga y otra muy diferente que la selección española se juegue frente a Alemania la Copa de Europa y no me plante ante el televisor como cualquier español de bien. Hasta la madre que me parió parecía preocupada por esta rareza que ella veía impropia de una persona normalmente constituida. Ya me costó en su día convencerla de que no estaba enfermo cuando en lugar de ver el España-Italia me fui a un concierto de Adamo, que es más de su época que de la mía. Cada uno tiene sus perversiones y debilidades pero las madres lo aguantan todo de un hijo.

En cambio, hubo gente no tan comprensiva con mi falta de interés por el fútbol, que no dudó en tacharme de antipatriota. Entendían que mi obligación como español era sentir los colores de nuestra selección y agitar la bandera roja y gualda para apoyar el esfuerzo de nuestra escuadra. Lo plantearon como si yo fuera un afrancesado en plena Guerra de la Independencia. De nada sirvió que expresara en alto mis deseos sinceros de que España cosechara los más sonados éxitos en todas las disciplinas deportivas. Alguien que no vivía con pasión el España-Alemania era un traidor. Incluso me costó discutir. En el calentón contraataqué acusándoles de patrioteros incapaces de hacer otra cosa por su país que animar a un grupo de futbolistas. Les taché de insustanciales y papanatas.

Después me arrepentí. En realidad no sentía lo que dije. Creo que la gente está en su derecho de pasarlo bien y poner la pasión donde le venga en gana. Creo además que el fútbol le quita tensión a los problemas colectivos y logra lo que por desgracia no consiguen los políticos: que los españoles de distintos colores se enrosquen una misma bandera, la de todos. Esa bandera tantas veces utilizada para esgrimir el palo que la ensarta contra otros compatriotas y que recobra la representatividad y el sentido de unidad que nunca debió perder. Jamás entenderé por qué sólo lo consigue el fútbol. Es más, creo que debería preocuparnos el que no lo consigan otras causas de mayor trascendencia. Pero lo cierto es que hubo banderas nacionales en territorios tan poco habituados a los colores patrios como el casco viejo de Bilbao o la Diagonal de Barcelona.

Y hubo mucho más, a mi entender. Hubo banderas en Tirso Molina, banderas españolas agitadas por centenares de africanos, negros como el carbón, que recorrieron el barrio multirracial de Lavapiés celebrando una victoria que también sentían suya.

Todo eso lo ha logrado la selección española de fútbol, y no seré yo el descreído que le quite el mérito. Sólo por eso, y aunque lamente que no sepamos darle ese tratamiento épico a nuestros artistas y científicos, creo que sus 23 componentes ya merecen la gloria que les han dispensado. Por lo que sé y por lo que me cuentan son deportistas muy jóvenes, todavía ilusionados y aún sin malear por quienes suelen manejar los hilos de ese negocio balompédico que con tanta frecuencia apesta.

La Eurocopa ha sido por encima de todo una gran satisfacción colectiva en un momento en el que este país lo necesitaba como el comer. Una alegría que han sabido gestionar y enaltecer los comunicadores de Cuatro y la cadena SER. Su exhibición de profesionalidad merecería otra copa de igual tamaño. Ellos lograron que un descreído del fútbol como yo traicionara sus desafectos y les prestara atención para ver y escuchar los últimos quince minutos de aquel histórico partido. No me arrepentí, y además tranquilice a mi madre, que siempre vela por mi equilibrio mental. Por eso no le he dicho todavía que el fútbol me sigue sin gustar.

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