La música de Hans Küng
Uno de los rasgos más notorios de la teología que se gestó alrededor del Vaticano II fue la excelente calidad de su prosa y la alta cultura de que hacían gala sus protagonistas. Guardini, Von Balthasar, Schillebeeck, Rahner o Congar, todos ellos publicados en su día en España y hoy nombres más bien molestos para una Iglesia cuyos referentes intelectuales y estéticos no dan, ni de lejos, esa talla, son formidables ejemplos de conocimientos, buena prosa y entrega a la causa de lo difícilmente explicable. Entre aquellos mismos nombres figuraba también el de Hans Küng, que devino molestísimo elemento para los dos últimos papas en razón de que su pensamiento no se adecuaba a la ortodoxia por más que supusiera una apertura evidente al ser humano y por ende pensante de nuestro tiempo. Y de Hans Küng ha aparecido hace poco un libro titulado Música y religión (Trotta). Küng no nos sitúa en esa tesitura de aceptar al menos estéticamente la religión como suscitadora de obras de arte, es más, como prestataria de algunos elementos de indudable belleza a esas mismas producciones artísticas, sino que se arriesga a hacer de lo religioso una pauta interpretativa de lo musical. Se trata más bien de ir hacia esa inmanencia que la literatura, el arte o la música hacen palpable para quien lo quiera ver así y que Steiner definiera como "presencia real". Se puede o no estar de acuerdo con Küng, quien trata el tema en Mozart, Wagner y Bruckner y fracasa, a mi modo de ver, en el intento. Pero lo hace con gloria pues nadie podrá negarle al teólogo suizo su amor por un cierto abismo intelectual.
El libro de Küng -que se niega con lucidez a cualquier referencia a lo místico- no podrá, naturalmente, convencer de unas tesis que utilizan un punto de partida no comprobable, como es no ya la existencia de Dios sino su papel a la vez originario y mediador de una partitura. Con Mozart ha sucedido muchas veces esa apelación a lo inefable que Küng trata de explicar, si se me permite la expresión, con las razones del creyente. En Wagner -con el tema decisivo en él de la redención- la cosa es aún más difícil por la propia catadura del individuo y del genio que pasa de visionario a gerente de sus propias ideas recalando en ese Parsifal que puso de los nervios a Nietzsche y que convence a Küng como obra de un verdadero hombre religioso. Pero hay en las páginas dedicadas al oficiante de su propio rito una referencia a Tristán e Isolda que me parece simplemente genial y muestra de cómo a veces un clérigo puede conocer estupendamente el alma humana. Y es cuando dice: "Aquí -en el Tristán- se anunciaba, como es sabido, el goce del deseo, la vehemencia del instinto, la totalidad de la entrega, de todo aquello que luego, en la vida real, con sus coerciones e intereses, con sus leyes y convenciones, se ha de pagar con la ruina". Como diría el Vagabundo de Adiós a la bohemia de Sorozábal: "Realismo".
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