Literatura y jóvenes
Hace unos días, Laura Gallego conseguía reunir a un centenar de adolescentes disfrazados de ángeles y demonios en los jardines del Prado de San Sebastián de Sevilla. Para quien lo ignore, Laura es una chica de tamaño escurridizo que habla como con miedo a desgastar las palabras y que pasaría desapercibida en un taller de costura; al conocerla, en foto o en persona, uno comprende que este mundo nuestro lleno de aristas y sinsabores le resulte demasiado incómodo y que haya preferido, desde que decidió hacerse escritora a los once años, mudarse a los predios de su fantasía, esa nación de unicornios y héroes con armadura que fatigan sus novelas. Con esos modestos mimbres, confiándose tan sólo a la generosidad de una imaginación que no entiende de actualidades literarias, cánones ni parroquias, Laura ha obtenido una victoria que parecía exclusiva de otras escritoras amigas también de las hadas y las varitas mágicas: lograr que los jóvenes les pierdan el respeto a los libros. Sus celebérrimas Memorias de Idhún, publicadas en entregas durante los últimos seis o siete años, han servido de puerta de acceso a muchos adolescentes a ese universo antipático de la lectura y se han mantenido largamente en los puestos de títulos mejor vendidos. El encuentro en el Prado, concertado a través de Internet, tenía por objeto avisar de la aparición de su último producto, Dos velas para el diablo, un folletín de aventuras sobrenaturales en que las fuerzas del mal y de la gloria litigan por hacerse con el control de las almas de los hombres. Si el mérito de una obra ha de medirse por el entusiasmo de sus partidarios, por la felicidad, el asombro o la lealtad que despiertan entre quienes se acercan a ella, entonces Laura Gallego debe ser contada entre las grandes damas de las bibliotecas.
Nombres como el de esta chica discreta que se niega a tomar a los jóvenes por carne de revista de tendencias van ayudando, poco a poco y con las inevitables penurias, a sacar la literatura juvenil del gueto en que ha vivido confinada en nuestro país. Todavía los relatos para jóvenes siguen mirándose de reojo y con gesto de impaciencia mal tolerada por parte de los grandes críticos y los suplementos de postín: un autor de novelas cuyos protagonistas no cuenten aún con edad para divorciarse o perderse en dilemas existenciales, que prefiere el júbilo de la peripecia a la nostalgia por un pasado que se fue o la erudición intertextual, que maneja el libro como una máquina para la euforia y el insomnio en vez de cómo un farragoso pretexto para convertirse en intelectual respetable sigue siendo un paria en nuestros círculos culturales. Si más de uno se sacudiera de encima esos prejuicios bobos se daría cuenta de que la literatura juvenil es, seguramente, el entrenamiento más exigente para cualquiera que aspire a convertirse en escritor; que muchos de los que hoy consideramos clásicos de altura y narradores sin discusión se curtieron escribiendo para lectores que aún no sabían lo que es una hipoteca o una navaja de afeitar, y hablo de Stevenson, y de Kipling, y de Twain, y de London; que el lector principiante, al ser el único lector insobornable, ignorante de manuales y conventículos y listas obligatorias, exige del texto una dotación de eficacia y nervio narrativo que no puede flaquear, que debe mantener continuamente intacto su poder de seducción para convertir la literatura en ese acto gozoso que con tan estériles resultados procuran difundir los centros educativos. No están en ningún parnaso, no figuran en la sección de literatura de ningún periódico, no suenan en los talleres de escritura creativa, pero ese puñado de nombres siguen facilitando a los más jóvenes, día a día, su primer acercamiento a las letras: Laura Gallego, Care Santos, César Mallorquí, José María Latorre y tantos más.
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