Hadas rococó en el jardín encantado
Viene como colofón en rocalla esta Bella al festival granadino justo cuando se agita el depósito de las centellas, tanto local como europeo, en torno a la supervivencia (y pertinente pervivencia) del ballet académico representado por las grandes agrupaciones continentales, comúnmente llamado "clásico", término inexacto que no llega al barbarismo de "neoclásico" (tan en boga), pero casi. ¿De dónde y hacia dónde se entiende y resulta la emergencia en la conservación de un repertorio tradicional y activo, magro pero esencial, que se mueve, genéticamente hablando, en el arco franco-ruso? De eso vivimos quienes amamos el ballet como tal, su verdad incontestable, su eternidad en lo estético y lo ético. Así, Bella durmiente (inspirada por el homónimo y otras fábulas de Perrault) es título señero que el tándem Chaicovski-Petipa produjo a fines del siglo XIX y una de las pocas cosas que no han podido destruir la alianza mortal del tiempo y los trasnochados revolucionarios del sector.
STAATBALLETT BERLIN
La bella durmiente: Coreografía: Vladimir Malakov (sobre el original de Marius Petipa); música: P. I. Chaicovski; diseños: Valeri Kungurov; luces: Andrei Tarasov. Jardines del Generalife, Granada. 30 de junio.
Bella en su complejo libreto original debe evocar una corte feérica que se acerque a la versallesca, al estilo Luis XIV. Malakov mueve el escenario hasta el siglo XVIII y el apogeo rococó pre-revolucionario y volteriano, también todo muy francés, y se nota en el decorador y vestuarista Kungurov una cultura recreativa de las maneras cromáticas y lineales que circundaban a Boucher, Fragonard o Lancret, todos presentes como lejano perfume en cierto ambiente pastoril de porcelana de Limoges (bueno, mejor Sevres).
Toda la acción, según Malakov, discurre aux jardín, entre parterres, arcos florales y el insinuado y casi irritante juego de la bergere, que ya se sabe, le costó la cabeza a la reina María Antonieta. Así, dentro de ese pastel en tonos pastel (la redundancia es toda intención), con cierta destreza, Malakov coloca el material coreográfico tradicional sobado por muchas manos tanto en Marinskii como en otros foros, y queda sintetizado a dos partes, un poco precipitadamente al cortar el segundo acto (viaje y aparición en el bosque encantado); lo deja en un suspiro, probablemente la mejor música de todo el ballet, de gran tegumento sinfónico. Luego lo demás, en substancia, es lo que hay y de siempre con algunas variantes menores (casi siempre en coros) que no desbordan el límite de la verja coréutica, su aceptable margen en la estilística. Y aquí ya deja el director-coreógrafo el trabajo en manos de los intérpretes, que a veces sí y a veces no, entonan la función hacia un baile que debe ser un todo armónico, consustancial a su métrica y su acento elevado, imperial.
Malakov es uno de los pocos grandes héroes que nos quedan en esta batalla contra el bosque encantado de la modernidad lacerante. Tal es así, que es de justicia destacar, por meritorios y excepcionales, tanto el esfuerzo de programación del festival andaluz como el patrocinio de la Fundación Loewe, ambos gestos nada baldíos. Parafraseando a La Gazzetta dello Sport, que anteayer piropeaba a la selección española de esta guisa: "Fue el triunfo de la técnica sobre el fútbol muscular alemán", puede decirse que en el Generalife, fue el triunfo de la técnica
sobre el ataque muscular alemán.
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