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Columna
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Vacaciones en el aire

No ha llegado el verano, se nos ha desplomado como un aerolito venido a festejar un triunfo deportivo en la plaza de Cibeles. El pronóstico es inquietante. A la destemplanza y hartura de agua de las últimas semanas sigue un estío de fuertes y dilatadas temperaturas altas, al parecer común a todas las tierras de España, parvo consuelo para nuestra mentecatez.

Aparquemos el pesimismo y pongamos en marcha el ventilador, pues el aire acondicionado se circunscribe a las moradas de la clase alta, a los grandes almacenes y locales públicos. Eso si no hay restricciones de luz, reflejadas en las febriles cuentas que todos haremos al llegar a nuestras manos el recibo de la compañía. Acojamos de buen grado al verano, cuajado de festejos, algún puente y las vacaciones soñadas el resto del año. Se presentan indecisas, por la desconfianza que la cambiante frivolidad del clima se instale en los planteamientos familiares.

La mayoría de la gente que abandona la capital cambia poco de costumbres

La organización del ocio es algo reciente en las costumbres de los madrileños, que poco tiene que ver con los largos meses de ocio, prolongados para la esposa y los hijos, que se trasladaban al pueblo, a la pensión o el hotel apalabrado sin compromiso el año anterior. El cabeza de familia, era un privilegiado que tenía apenas 30 días de permiso y el gólgota de ir a la oficina, a la empresa, al comercio o donde se ganara el gazpacho, disfrutando como un enano haciéndose, solito y desmañado el condumio o regalándose el paladar en tabernillas y figones económicos, si hablamos de aquel espécimen de funcionario del siglo pasado, sin el venial recurso de pasar por rodríguez. Mientras, la desdichada esposa se consumía en la playa o bajo los pinares, viendo triscar a los retoños. No, no era envidiable su existencia, al no haber prensa del corazón ni programas alienantes.

Para todos, el verano es época de festejos, conmemoraciones patronales, el pretexto para la cana al aire, la diversión honesta o de cualesquiera otros tipos. Fueron los tiempos del regreso de la trashumancia del ganado a las tierras frías; y el de las ferias, los más esperados acontecimientos en muchas partes. Pensemos que la de Medina del Campo, en la Edad Media llegaba a reunir, según las crónicas, cerca del millón de personas y tenían la categoría y la expectación de unos mundiales de fútbol, por lo menos.

La mayoría de la gente que abandona la capital, hostigada por la espada de fuego de los julios y agostos, cambia poco de costumbres. Simplemente, tiene otras, sin las cavilaciones ante las variadas ofertas de hoy, ni el acoso de las agencias de viajes. Andan preocupados en las regiones litorales y montañeras, por la desconfianza en la bonanza que ha despertado la última primavera. Hace años no se llamaban turistas, sino forasteros que en muchos pueblecitos de las costas o las serranías consideraban la visita como una alteración del ritmo y unos ingresos extraordinarios. Porque, antiguamente, en muchos lugares los habitantes trabajaban todo el año, fuera en la pesca o en la agricultura, las jornadas de la captura de peces o la siega y la trilla.

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Hoy la mayoría de los hombres hábiles han dejado de embarcarse en las frágiles vaporas, descuidan la besana, como si no les importara un pimiento, y piensan que las vacas y las ovejas están mucho mejor estabuladas por centenares que paseadas diariamente hasta el prado y recogidas al anochecer. El turismo ha creado otro mundo mejor remunerado, menos fatigoso, aunque con las mismas perspectivas de aleatoria estacionalidad y perdonen el vocablo. El caprichoso clima primaveral daña las expectativas hosteleras de julio, por ese nuevo cambio de hábitos que ha convertido a los providencialistas españoles en gente prevenida, que planea el gasto con antelación y quiere la recompensa por el dinero invertido.

Insistimos en el aire festivo del calendario por estas fechas. Los folclores locales resucitan antiguos esplendores, surcan la geografía los grupos musicales, con la onerosa impedimenta de escenarios, instalaciones acústicas e intérpretes, más o menos conocidos. Debe haber centenares de orquestinas dispuestas a distraer a la juventud y perturbar el sueño de los adultos, contratadas por los ediles de festejos, que no faltan en el municipio más modesto. La cuestión es entretener al personal y que la vida en verano sea otra que la arrastrada el resto del año. Parecido carrusel de satisfacciones y calamidades, veladas sin fin, mañanas de playa, bulliciosas excursiones, romerías donde aún se acurrucan vestigios de la desmayada tradición. Vacaciones al aire libre que dora y broncea los cuerpos jóvenes y restaura el pellejo de los mayores. Una pausa, un tiempo suspendido durante esas semanas que siempre saben a poco.

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