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Columna
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Un comando lingüístico

En algunos bares luce una leyenda que, aliviada de sal gruesa, dice: "Hoy luce un buen día. Verás como viene un malasombra y nos lo fastidia". Es lo primero que sugiere el denominado Manifiesto de la lengua común suscrito por unos cuantos intelectuales de tronío y mucho más chisgarabís, entre los que figuran los senadores valencianos del PP. Como es sabido, los manifestantes se muestran preocupados por el futuro de la lengua castellana y de los ciudadanos monolingües, al parecer acosados por los idiomas autonómicos. En consecuencia, instan medidas para proteger el español por excelencia en gracia a su mentada condición de lengua común.

Y ya la hemos liado de nuevo. Cuando por estos pagos creímos tener casi neutralizados nuestros particulares y aflictivos conflictos lingüísticos de otrora, nos amenaza esta supuesta e imprevisible confrontación con los castellanohablantes monolingües, al parecer oprimidos y discriminados porque en alguna autonomía, y por mor de la normalización lingüística, se impone el uso del idioma autóctono o cooficial en detrimento del castellano, sobre todo en las áreas institucional, administrativa y docente. No es una fórmula plausible esa de imponer, como no lo es ninguna que constriña y recorte libertades, pero que sin duda no puede equipararse con el lengüicidio pretendido por el franquismo, origen a la postre de los presuntos rigores y privilegios actuales en favor de las lenguas más desvalidas y castigadas.

No es el caso valenciano. Aquí el castellano goza de una salud excelente. Otra cosa es que sus usuarios indígenas lo maltratemos debido a la pobreza e imprecisión de nuestro léxico, similar justamente a la que exhibimos por lo general cuando nos expresamos en la lengua del país. Pero los referidos intelectuales no han de tener por ahora motivos de preocupación. Tanto más cuando se han arriado prácticamente las banderas nacionalistas indómitas y se diría que hemos venido a parar sin la menor resistencia en el regionalismo bien entendido, que es, en definitiva, el estatuto que los manifestantes asignan a la enseñanza de las lenguas periféricas en tanto que "patrimonio cultural que será objeto especial de respeto y protección" por imperativo constitucional.

Lejos de nosotros la tentación de romper lanzas contra el castellano, en cuyo regazo nos han educado y que cultivamos, si no con tanto aprovechamiento y brillantez como los aludidos intelectuales y asimilados, sí con el mismo o mayor deleite. Pero este apego no nos impide ver ni nos acredita para amparar esa condición mortificante y subalterna que se le pretende otorgar al valenciano-catalán. Tanto más cuando después de tan severa y prolongada postergación histórica se percibe que esta sociedad, decimos de la valenciana, es más receptiva y se sacude los prejuicios e ignorancias en virtud de las cuales ha venido condenando su propia lengua a la marginalidad. Que el 55% la hable con fluidez, el 62% lo lea y el 35% la escriba, según la reciente encuesta de Identidad Nacional de España elaborada por el CIS, es todo un prodigio si evocamos el erial lingüístico anterior a la Llei d'Ús i Ensenyament del Valencià de 1983.

El balance podría ser mejor si los sucesivos gobiernos del PSPV-PSOE y PP hubieran sido más resolutivos y ambiciosos, pero nadie puede negar que la recuperación ha sido muy importante, aunque precaria. En realidad depende de la movilización social -con la beligerancia de lo más granado de la intelectualidad indígena-, el limitado apoyo de la radio y TV autonómicas de titularidad pública, y de la utilidad de la lengua como viático para el acceso a ciertas funciones profesionales. En el momento en que se ampute o encoja una de estas tres patas es cuando habrá serios motivos para preocuparse de la salud del valenciano. Y en esas estamos cuando un variopinto comando lingüístico declara que hay que dejarle más espacio al entrañable e imperioso castellano. Lucía bien, pero nos han jodido el día.

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