La plaza Roja ya no es lo que era
Un viaje sentimental de dos autores que vivieron allí cuando eran niños y se sorprenden con los cambios
La ocasión era demasiado tentadora para dejarla pasar. Con nuestro libro Hoy caviar, mañana sardinas, un anecdotario sentimental-gastronómico de la vida diplomática, habíamos ganado el Premio Sent Sovi, y parte de la dotación del mismo era una cena en cualquier parte del mundo. No tuvimos mucha duda. Moscú, los años vividos como hijos de diplomático en la Unión Soviética de los setenta, de Bréznev, de los micrófonos y los espías, siempre ha conservado el lugar de honor en la memoria de nuestra familia como fuente casi inagotable de historias que recordamos cuando estamos juntos. Así que era inexcusable que este viaje lo emprendiéramos con nuestras hermanas Mercedes y Dolores y nuestro hermano postizo Íñigo, que compartió varios de esos años en aquel país que en esa época ni siquiera mantenía relaciones diplomáticas con España.
Cuando finalmente llegamos al aeropuerto de Domedevo, nos preguntábamos si quedaría algo de ese aroma de misterio que recordábamos, de ese ambiente de película de espías de la guerra fría en el que vivimos aquellos años; pero inevitablemente, para lo bueno y para lo malo, Moscú ha cambiado. Mucho. A veces hasta demasiado para poder evocar aquella ciudad triste y gris que recordábamos entre tanta pujanza económica. Si cualquier capital ha sufrido enormes transformaciones desde 1976, año que nosotros dejamos la Unión Soviética, volver a Moscú después de los terremotos políticos sufridos en estos años es sentir que han pasado trescientos años en vez de treinta: donde antes estaban Marx y Lenin, ahora reina McDonald's, Coca-Cola y Mango; la ciudad parece engalanada para una fiesta y llena de flores. Y hay miles de coches que lo invaden todo, centenares de miles de coches de todos los tipos y colores. De las desiertas calles que nosotros recordábamos a estos atascos kilométricos que hacen que tardemos más de dos horas al hotel.
En busca de color
Nuestra primera visita, cómo no, debe ser a la plaza Roja. Cuando vivíamos en Moscú, todos nuestros paseos acababan allí, el único lugar de la ciudad donde parecía haber color, haber vida. Bajando por la turística calle Rabat, donde se suceden las tiendas de souvenirs, los salones de tragaperras y los anticuarios, pasamos junto a la biblioteca aún llamada Lenin, a la muralla del Kremlin y, rodeándola por los jardines y la tumba del soldado desconocido, llegamos a nuestro destino. La plaza bonita, como la llamaban antiguamente, sigue igual de imponente, de sobrecogedora que siempre, con esas explosivas cebollas multicolores de la catedral de San Basilio al fondo. Pero tampoco es la misma. Las autoridades poscomunistas han reconstruido las capillas que se alzaban en una de las vías de entrada a la plaza y que Stalin hizo demoler para facilitar los desfiles militares. Ésta es una seña de identidad de esta nueva ciudad: la recuperación de todo el patrimonio anterior a la revolución, especialmente si es religioso. Es el caso de la gigantesca catedral del Salvador, a un kilómetro escaso del Kremlin, reconstruida hasta el más mínimo detalle en el lugar donde, otra vez Stalin, había construido la piscina al aire libre más grande del mundo y donde nosotros nos bañábamos en sus aguas calientes sin importarnos los veinte grados bajo cero del exterior.
Al día siguiente toca recorrido sentimental por los lugares que marcaron nuestra vida en Moscú. Tomando el metro hasta Mayakovskaya -junto a Ploshad Revolutsy, una de las estaciones más interesantes de ese famoso palacio subterráneo-, llegamos a nuestro antiguo colegio, la escuela estatal nº 20, transformada ahora en un exclusivo colegio inglés. Después dirigimos nuestros pasos al estanque del Patriarca, un pequeño parque donde solíamos patinar sobre hielo en invierno y que ahora se ha convertido en punto de referencia de la ruta esotérica de Moscú, ya que en él tienen lugar algunas de la principales escenas del Diablo en El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgakov, obra antes proscrita y ahora de culto. Un par de manzanas más allá se encuentra el piso del escritor, convertido en un divertido café de aire bohemio. Siguiendo por la misma calle llegamos a nuestro antiguo hogar, la Embajada de Uruguay. Aunque en la época en que vivíamos allí no lo apreciábamos, el curioso edificio neogótico que la alberga era la casa del gran arquitecto del art noveau ruso de finales del siglo XIX Shekhtel. Moscú guarda escondida entre sus calles infinidad de maravillosas obras de este estilo, entre las que es visita ineludible la residencia del escritor Maxim Gorki, obra también de este mismo arquitecto.
Caviar de salmón
Después de una nostálgica visita por los recuerdos de la que fue nuestra casa y de un té con los amables embajadores, seguimos camino hacia Tverskaya, eje comercial de la ciudad; aunque en esta ciudad donde han cambiado tantos símbolos y tantos nombres, para nosotros sigue siendo la calle Gorki. Las paredes de sus edificios continúan llenas de placas recordando a los prohombres del socialismo que vivían en ellos. Un poco más abajo nos encontramos con una de las tiendas de delicatessen más fascinantes que conocemos: Yeliseyevsky, con sus altos techos, enormes lámparas art déco y frescos románticos. Para los que hemos conocido este gastronom con sus estanterías prácticamente vacías es impresionante ver la variedad de manjares de todo el mundo que se pueden encontrar ahora: desde jamón ibérico hasta el propio caviar beluga, casi desaparecido del resto de la ciudad debido a la sobreexplotación del mar Caspio. A pesar de que Yeliseyevsky es casi un 50% más cara que otras tiendas, no podemos resistirnos a comprar varias latas de caviar de salmón, una variedad habitualmente desdeñada, pero deliciosa en Rusia.
Va cayendo la tarde. Nos detenemos a tomar una copa y ver el atardecer en la terraza del hotel Ritz Carlton, con la espectacular vista del Kremlin y la plaza Roja como telón de fondo. Ya es la hora de cenar. Aunque la cena que venía asignada en el Premio Sent Sovi la hemos reservado para el Savoy, el restaurante del antiguo hotel Berlín, donde comíamos con nuestros padres casi cada domingo, para esta noche hemos elegido uno de los centros de reunión de los nuevos rusos, Galería. Fuera, un ejército de fornidos porteros de negro arrugan la nariz ante nuestro atuendo algo turístico. Dentro, un público de estudiada sofisticación cosmopolita, y en el bar, un tropel de guapísimas chicas de ventipocos acechando la llegada de algún oligarca que llevarse a la boca. El espectáculo y nuestra curiosidad hacen que casi no nos enteremos de lo que estamos comiendo. En la mesa de al lado, un tipo con una larga barba sin bigote y un cierto aspecto de pope ortodoxo va acaparando hasta diez bellezas de larguísimas piernas. Preguntamos al camarero quién es el personaje. Se pone nervioso. Nos dice que no está autorizado a contestar. Parece que, en algunos aspectos, la nueva Rusia sigue siendo tan misteriosa como la antigua.
» Carmen y Gervasio Posadas son autores de Hoy caviar, mañana sardinas, publicado por RBA
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.