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Columna
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Derechos

Hace unos días abrí el buzón y me topé con la Declaración Universal de Derechos Humanos. Es un folleto gris en cuya portada no aparece otra cosa que la leyenda "¿...Y si no existiera?" Tan discreto, de hecho, que muchos vecinos habían dejado su ejemplar encima de los buzones, mezclado con la ingente cantidad de publicidad diaria que termina en la basura. Supongo que algunos lo confundirían con propaganda de cualquier cosa, y a otros, sencillamente, no les interesaría para nada el asunto.

Se trata de una iniciativa del Gobierno vasco en respuesta a un llamamiento de la ONU para conmemorar el 60º aniversario de la Declaración. Por cierto, en la presentación del documento buzoneado se afirma que su principal redactor, René Cassin, era "un vasco de Baiona". Tengo mis dudas respecto a que Cassin, de madre de origen alsaciano y padre descendiente de judíos italianos, se sintiera o se definiera como vasco, pero, en fin, tomemos por bueno el ardid para acercar el texto a sus lectores. Y vayamos a lo importante: la iniciativa merece un aplauso, como cualquier otra dirigida a difundir esta Declaración, porque si algo nos demuestra la experiencia cotidiana es que todo el mundo habla alegremente de derechos, sin que la mayoría se haya tomado el trabajo de conocer exactamente cuáles son, y cómo y por qué se han formulado.

Es loable esta labor didáctica del Gobierno, aunque no le acompaña su retórica cotidiana

La Declaración fue un milagro de arquitectura ética y política, un consenso revolucionario aprobado en 1948 por nada menos que 48 países de los cinco continentes, azuzados por la lacerante conciencia de las atrocidades cometidas en la Segunda Guerra Mundial. Por primera vez, a los derechos de primera generación, los derechos civiles y políticos que venían perfilándose desde doscientos años atrás, se le sumaban los de segunda generación, los derechos sociales, económicos y culturales (derecho a la seguridad social, a la sanidad, a la educación,...) que prefiguraban la necesidad de un Estado social de derecho que respondiera a una justicia redistributiva de bienes en pro de la igualdad de oportunidades. Se establecía así un "ideal común de la humanidad", las bases de una vida digna para todo ser humano, independientemente de su sexo, raza, nacionalidad, ideología o cualquier otra característica.

La labor didáctica del Gobierno vasco en este aspecto es, pues, necesaria y loable. Lástima que su retórica cotidiana no ayude mucho en ese afán pedagógico. Ya sabemos que cuando los nacionalistas exigen "todos los derechos" no se refieren especialmente a los recogidos en la Declaración, los cuales -a veces hace falta recordarlo- son todos individuales (por una sencilla razón: el valor que se quiere proteger mediante esos derechos es el individuo, y ello frente a cualquier categoría colectiva que sirva para instrumentalizarlo). El famoso "derecho a decidir" que ha popularizado nuestro lehendakari va acompañado de la coletilla "del pueblo vasco". Se plantea, por tanto, como un derecho colectivo al que se le escatima -por no asustar a los tranquilos votantes- su verdadero nombre: "Derecho de autodeterminación" o, mejor, "derecho de secesión".

Sobre ello no puede decirse que el Gobierno realice ninguna labor pedagógica o esclarecedora. Y mira que a los ciudadanos nos corroen las dudas. Por ejemplo: esa independencia que se busca, ¿es un fin o un medio? ¿Contribuiría acaso a que se cumplieran mejor los derechos humanos? ¿Y cómo?, etcétera, etcétera.

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